PROTESTANTISMO,
DERECHOS HUMANOS Y TOLERANCIA EN LOS PUEBLOS INDIOS DE CHIAPAS
Carlos
Martínez García*
FTL-México
Escaso reconocimiento han recibido los indios
evangélicos de Chiapas por parte de diversas instancias de la sociedad
mexicana, en su lucha por la defensa de los derechos humanos. En distintas
zonas del estado con preponderancia de población indígena se fue enraizando el
protestantismo en las primeras décadas del siglo XX. Es el caso de la región
fronteriza con Guatemala y el norte chiapaneco colindante con Tabasco. En Los
Altos y Selva los asentamientos evangélicos iniciaron, en términos generales, a
partir de la década de los treintas, en el primer caso, y en los cuarentas en
el segundo. Con ritmos más intensos en unos lugares, y menores en otros, los
protestantes indígenas han tenido que enfrentar toda clase de hostigamientos
simbólicos y violentos por parte de poblaciones reacias a respetar su derecho a
cambiar de religión.
Las
sociedades indias de Chiapas, en mayor o menor medida, tienen a la tradición
como centro nucleante de su identidad y prácticas comunitarias.[1]
En esta tradición lo religioso representa la columna vertebral de su
cosmovisión. La religiosidad indígena posterior a la Conquista española es una
mezcla en la que sobreviven algunas creencias prehispánicas, un catolicismo
adaptado a sus circunstancias y adiciones tomadas de su entorno que sorprenden
a los observadores, como es el caso del papel ritual que juega la Coca Cola
entre los chamulas. Este conglomerado que conforma la religión tradicional
considera una amenaza a quienes se convierten a credos como los evangélicos,
testigos de Jehová y, en menor medida, mormones. Irse ganando lugar en un
contexto similar ha sido una lid que debiera valorarse más por los interesados
en la vigencia de los derechos humanos en toda sociedad.
Todo
acto de agresión contra una persona o colectividad que se hace de manera
continua, conlleva argumentaciones o prejuicios que estigmatizan a los
agredidos y presentan a los agresores como los que tienen razones justificadas
para perpetrar sus actos. Este proceso es una construcción estigmatizadora del otro,
del extraño, a quien se percibe como una amenaza para la sobrevivencia del
grupo cuando en realidad no lo es.[2]
En el caso de los conversos al protestantismo los intentos deslegitimadores de
su elección tienen constantes que han estado presentes desde los primeros
hostigamientos hasta los más recientes.
Las
estimaciones sobre el número de expulsados evangélicos en Chiapas,
preponderantemente en Los Altos, son variadas y discrepan entre sí. Aunque las
expulsiones iniciaron antes, distintas fuentes datan su recrudecimiento a
partir de los primeros años setentas del siglo pasado. Fue cuando empezaron a
tener lugar desplazamientos forzosos de grandes grupos, y no nada más de
núcleos pequeños como antes. En un recuento hecho en diciembre de 1993 por
líderes evangélicos mestizos, la cifra de creyentes expulsados por la
intolerancia religiosa en Los Altos se estimó en 33,531 personas, más de 30 mil
provenían del municipio tradicionalista de San Juan Chamula (Comunión, 1993:7).
Investigadores(as) del fenómeno religioso indio en Chiapas consignan números
que van de 10 mil (Robledo, 1997:73), a 30 mil (Aramoni y Morquecho,
1997:572-573). Por su parte en un estudio del Centro de Derechos Humanos Fray
Bartolomé de Las Casas, organismo fundado por el obispo Samuel Ruiz García, el
número de forzados a salir de Chamula por diferencias religiosas es de cerca de
30 mil (2001:71). Incluso si damos por cierta la cifra menor, el número de
expulsados es un hecho escandaloso sin par en la historia reciente de México.
La
gran mayoría de los expulsados pertenecen al amplio espectro que conforman las
iglesias evangélicas. Una parte de los desplazados son católicos identificados
con la línea pastoral del obispo Samuel Ruiz García, quien estuvo al frente de
la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas durante cuatro décadas (1960-2000).
Estos católicos también tienen conflicto con la simbiosis religioso política
que representan los caciques del Partido Revolucionario Institucional, quienes
al mismo tiempo ostentan cargos religiosos tradicionales. En una evaluación que
hizo en el segundo semestre de 1993, la Comisión Nacional de Derechos Humanos
(CNDH) reportó que en un lapso de seis meses el once por ciento eran católicos
y el resto de alguna denominación evangélica (CNDH, 1995:53).
Se les
acusa a los indios(as) evangélicos de romper la unidad de los pueblos. Este
señalamiento procede por igual de científicos sociales partidarios de la unidad
comunitaria a toda costa, que de ciertas fuerzas políticas y sacerdotes
católicos. Es obvio que se rompe la unidad cuando esta descansa en la supuesta
unanimidad religiosa. Pero muy pronto los justificadores de las agresiones
pasan de la observación empírica, la división comunitaria; a una conclusión
valorativa, la diferencia no puede tolerarse. La cuestión entonces tiene que
dirimirse en si los que eligen otra identidad tienen derecho o no a tal opción.
Quienes aspiran a petrificar la unidad teniendo como base una exclusiva y
determinada creencia religiosa, hacen a un lado convenientemente el hecho de
que toda realidad social es una construcción histórico/cultural y la confunden
con un orden natural inmutable. Exigir a los indios que guarden la unidad
religiosa de sus pueblos significaría negarles un derecho que otros sectores
sociales tienen, el derecho a la diversidad (un análisis más detenido de este y
los siguientes tres puntos en Martínez García, 1996).
Otro
cargo negativo que se les imputa a los disidentes religiosos es el de que
atentan contra las costumbres y tradiciones. Éstas, como ha sido documentado
por innumerables estudios, se transforman constantemente. Las retan, cambian y
reelaboran diversos actores sociales inicialmente exógenos a las comunidades
indias. Lo han hecho tanto propuestas productivas de desarrollo sustentable, al
igual que organizaciones guerrilleras como el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional, partidos políticos y hasta la pastoral del obispo Samuel Ruiz García,
titular de la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas durante un largo periodo
en el que, por distintas vías, los pueblos indios experimentaron profundas
transformaciones. Enfrentar las tradiciones internas con las innovaciones
externas, y considerar a unas instituciones como indias y a otras como
elementos ajenos a una idiosincrasia esencial, es un esquematismo que la
realidad indígena rebasa por mucho. Los indios desde siempre han sabido innovar
sus tradiciones, negociar con su entorno, asimilar y remodelar las propuestas
exógenas que lentamente se van convirtiendo en prácticas indias porque son
indios quienes las han adoptado. De tal manera que si antes la costumbre era un
aparente monolitismo religioso cultural, de la misma manera la nueva costumbre
puede ser el pluralismo de las creencias espirituales.
Una de
las más socorridas acusaciones que salen a relucir una y otra vez contra el
protestantismo evangélico en tierras indias, es que se trata de una penetración
extranjera que manipula a los indios con propósitos políticos afines a los
países de donde proceden los misioneros. En otros trabajos (Martínez García,
1994 y 2001) hemos documentado que la presencia misionera norteamericana en
Chiapas ha sido muy pequeña, si la contrastamos con el papel que han jugado los
indígenas en el desarrollo del evangelicalismo en la entidad. Pero como es más
funcional a la corriente interpretativa de la teoría de la conspiración exaltar
la presencia de misioneros estadounidenses, que estudiar lo que denominamos las
vertientes de origen del protestantismo chiapaneco, entonces sobredimensionan
uno de los factores y oscurecen otros que son los que explican el fuerte
enraizamiento de la fe evangélica entre los indios de Chiapas. Estos mismos
acercamientos no explican que hay más sacerdotes católicos que no son mexicanos
desarrollando su ministerio en las zonas indias, que misioneros norteamericanos
en los mismos lugares.
En
paralelo a las tres imputaciones mencionadas corre la especie de que los
evangélicos disuelven la identidad indígena. De nueva cuenta, como en los casos
anteriores, nos topamos con una hermenéutica cerrada que decide por los indios
realmente existentes y declara la vigencia de una sola identidad. A contra
corriente de esta concepción, y representando esfuerzos mucho más comprometidos
con los datos encontrados, tenemos dos estudios de reciente aparición que
contundentemente desmienten la idea de una identidad india hermética. Rosalva
Aída Hernández Castillo (2001) nos muestra las identidades múltiples surgidas
entre los mames, una de ellas ligada a la Iglesia presbiteriana que se instaló
en la región a partir de las primeras décadas del siglo XX. Lejos de disolver
la identidad mam, el presbiterianismo la potenció y sirvió como lugar de
refugio a la etnia acosada por políticas educativas gubernamentales. Por su
parte Jan De Vos (2002) sigue los pasos de las distintas migraciones a la Selva
Lacandona, en la segunda mitad del siglo pasado, y nos revela cómo uno de esos
éxodos estuvo conformado por cristianos protestantes que buscaban tierras en
las que pudieran practicar su credo sin el temor a las represalias padecidas en
las zonas tzeltal y tzotzil. Como otros grupos de emigrantes en la historia, se
desplazaron a lugares en los que pudieran practicar libremente su credo
religioso. Además, junto con otros grupos distintos a ellos aprendieron a
convivir pacíficamente y a trabajar por objetivos benéficos para todos. En el
proceso colonizador de la Lacandonia se construyeron nuevas identidades, todas
con el mismo derecho a ser llamadas indias.
Otros
investigadores han percibido bien lo que De Vos y Hernández Castillo indagaron
con mayor detenimiento. Sus descubrimientos señalan hacia complejidades que
demandan estudios sistemáticos. De cualquier forma lo que nos muestran coincide
en cierta medida con nuestras propias observaciones e interpretaciones. George
Collier, un conocedor de la cultura indígena alteña de Chiapas, al tratar de
explicar el proceso de toma de conciencia de los indios no duda en reconocer
como pioneros en este camino a los evangélicos que emigraron a la Selva y
fueron construyendo sus espacios sociales de manera contrastante con los de
otras adscripciones religiosas.
“Las iglesias protestante y evangélica ofrecían congregaciones más participativas y democráticas de lo que muchos de los colonos estaban acostumbrados. Mujeres y niños eran bien recibidos e incluidos en los servicios religiosos, lo que contrastaba agudamente con las prácticas religiosas más patriarcales de la mayoría de los poblados de origen de los colonos. En vista de que estas nuevas formas de adoración tuvieron tan buena acogida, la iglesia católica de Chiapas oriental comenzó a adoptar algunas de las características más democráticas de las iglesias protestantes...”.
Hace
poco, mientras visitaba un poblado donde algunos exiliados protestantes de
Zinacantán han empezado una vida nueva, escuché a Losha, una pequeña de cinco
años, leer en voz alta un pasaje de la Biblia, en tzotzil. Más tarde
acompañamos a Losha y a su familia a un oficio religioso en la iglesia
presbiteriana del poblado: Uno de varios servicios a los que la familia asiste
semanalmente. Un pastor indígena pronunció el sermón y habló de organizar una
visita a Sekemtik, en Zinacantán, para apoyar a los protestantes del lugar. Lo
que más me impresionó fue cómo la nueva religión había forjado un vínculo entre
los residentes de esta comunidad, y la manera en que esta iglesia había atraído
a mujeres y niños, tanto como a hombres, para conformar esta dinámica
congregación, creando un espacio en el que la gente pudiera retar no sólo las
limitaciones impuestas por género y alfabetismo, sino también aquellas que
limitaban el acceso al derecho y la política, antes impenetrables.
El
protestantismo ha colaborado a legitimar el alfabetismo que, a los ojos de
muchos indígenas, se ha asociado de manera negativa con leyes y políticas
represivas del gobierno ladino y, como tal, se ha considerado históricamente un
reto a las convenciones y costumbres que organizan a la comunidad maya
tradicional. Pero los campesinos están aprendiendo a leer y a escribir sobre su
fe en sus lenguas indígenas y en español, y el alfabetismo está llegando a
verse como algo propio y no como algo que representa al mundo de los ladinos
(1998:77-78, 81).
El
historiador Juan Pedro Viqueira, que se ha destacado por deshacer los
estereotipos de los indios imaginarios de muchos chiapanólogos de reciente
aparición y medios masivos electrónicos, advierte sobre los peligros de un
indianismo deshistorizado (2000). Este autor subraya que es la capacidad de
cambio y adaptación la que ha hecho permanecer las culturas indias, y no un
apego irrestricto a la tradición como arguyen los etnógrafos culturalistas y
los antropólogos esencialistas. Las creencias protestantes operaron cambios
culturales que contribuyeron a fertilizar el terreno en el que trabajaron otros
actores sociales, que igualmente enarbolaron la necesidad de cambios en la
cultura tradicional.
“Sin duda una de las paradojas más sorprendentes de la situación actual radica en el hecho de que gran parte de los actores sociales que más han contribuido al cambio en Los Altos y la Selva Lacandona enarbolan hoy en día la bandera de la defensa de la cultura indígena y de sus usos y costumbres. La Iglesia católica, las organizaciones campesinas independientes, los partidos políticos de izquierda, al igual que los zapatistas ensancharon la brecha abierta por las iglesias protestantes en los años cincuenta y sesenta. Combatieron el consumo ritual (e inmoderado) de alcohol de pésima calidad, se opusieron a los gastos excesivos en ocasión de las fiestas religiosas, enseñaron a leer y a escribir a muchos indígenas, pusieron a su alcance conocimientos teóricos y prácticos de gran utilidad para desenvolverse en el mundo actual, propiciaron una mayor igualdad entre hombres y mujeres, difundieron las leyes nacionales que los beneficiaban y les ayudaron a organizarse para defenderse de la explotación económica, y de la discriminación social y de la violación a sus derechos humanos más elementales.
Desgraciadamente el cambio cultural no tiene buena prensa en nuestro mundo globalizado y el discurso de la defensa de las culturas tradicionales tiene muchos más adeptos” (1999:13).
Para Jean Meyer los sucesivos gobiernos de la Revolución
mexicana favorecieron el crecimiento del evangelicalismo en Chiapas. Este no es
el lugar para entrar en detalle con su tesis, solamente diré que el
protestantismo se adaptó mejor al anticlericalismo revolucionario al basar su
expansión en el trabajo de los laicos, mientras el catolicismo fue presa de su
propio modelo clerical. De todos modos Meyer le reconoce “méritos propios al
protestantismo”, que fue
“...capaz de reproducirse por división, ventaja de un cuerpo de pastores casados, formados instantáneamente, organizados en pequeñas comunidades (un pastor por cada trescientas persona, es decir, treinta familias); una organización que descansa en un liderazgo popular procedente de las mismas comunidades. La entrada en una iglesia protestantes implica un cambio radical de vida, el abandono del alcohol, del tabaco, etcétera..., lo que causa una verdadera revolución en la vida y economía de la familia. El beneficio inmediato es visible y comprobado, La crítica contra las fiestas religiosas con sus gastos y despilfarros, es parte del embate radical contra el costumbre. En este sentido, el protestantismo resulta muy atractivo en zonas indígenas y también en zonas culturalmente diferentes, pero con los mismos problemas socioeconómicos. La conversión es un factor de promoción social y de mejoría económica” (2000:55-56).
Los tres autores citados comparten la
idea de que el protestantismo en tierras indias de Chiapas ha sido un factor de
cambios culturales benéficos para las comunidades, y que en lugar de erosionar
a la indianidad la ha reelaborado a partir de cambios religiosos ya bien
enraizados. El proceso literalmente ha costado sangre de quienes se atrevieron
a retar con sus prácticas religiosas innovadoras a las comunidades
tradicionales. El que sigue es un pequeñísimo recuento de un fenómeno que puede
ser leído en dos facetas: por una parte es la historia de la intolerancia que
echa mano de todos los medios a su alcance para erradicar a una minoría; por la
otra es la memoria de una lid por los derechos humanos en tierras indias.
En 1953, dentro de la zona
tzeltal en el poblado de Cancuc, el pequeño grupo de creyentes evangélicos es
perseguido y sus casas incendiadas por atentar contra las costumbres del
pueblo. En Guaquitepec son capturados por los tradicionalistas los evangelistas
itinerantes que ya habían logrado establecer una célula protestante, aquellos
obligan a estos a ponerse de rodillas con el fin de que pidieran perdón a los
santos por haberlos ofendido. Los predicadores no aceptan la exigencia y son
duramente maltratados y golpeados por los defensores de la cohesión religiosa
de la comunidad (Esponda, 1986:267).
El
siguiente episodio tiene lugar en 1957, en la zona tzotzil, en el poblado
Chimtic, por no respetar y venerar a los santos e imágenes católicos los
protestantes del lugar son llevados a la plaza del pueblo. Un creyente
evangélico, de nombre Victorio, defiende su causa y expone a los asistentes sus
creencias. Entre los reunidos en la plaza de Chimtic se encontraban el
presidente municipal y todos los integrantes del ayuntamiento. La gritería en
contra de Victorio se intensifica y se levantan voces que llaman a maniatarlo y
ejecutarlo. Como último recurso Victorio advierte a la multitud, “Mátenme si
quieren, nada más mi cuerpo pueden matar pero mi alma no pueden matarla.
Inmediatamente mostró la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos
diciendo: ‘Aquí tengo un libro que dice en el artículo 24 y en el artículo 16
que toda la gente tiene derecho a tener una creencia religiosa. ¿No respetan
eso? Este libro es la Constitución que me regaló un creyente en
la ciudad de San Cristóbal de Las Casas’. El Presidente Municipal, llamado
Gregorio Pérez Arias, enojado, le arrebató de las manos la Constitución y la
rompió delante de todos”, y dejó ir al indio conocedor de las leyes (Esponda,
1986:317).
En el
paraje de Zactzú, perteneciente al municipio de Chamula en Los Altos de
Chiapas, en agosto de 1967 tiene lugar uno de los primeros atentados violentos
contra la comunidad evangélica, ataques que al continuar por décadas llevarían a
la conformación de colonias periféricas en San Cristóbal de Las Casas,
integradas por miles de protestantes expulsados de sus tierras originales.
Paschcu y cuatro de sus sobrinos son sorprendidos mientras dormían, un grupo le
prende fuego a la casa y ella al abrir la puerta es recibida con disparos de
arma de fuego. Trata de salvar a sus sobrinos pero los atacantes se lo impiden.
Huye y en la oscuridad siente un líquido caliente, es la sangre que corre por
su cuerpo. Otros creyentes la auxilian, le dan refugio y la llevan a la antigua
capital chiapaneca para que presente la denuncia ante las autoridades
judiciales. La agresión dejó 21 municiones alojadas en el físico de Pashcu. A
Domingo López Hernández, de diez años, lo decapitaron, su hermana de doce años
quedó carbonizada dentro de la casa. Angelina de siete años salva la vida pero
le destrozan uno de sus brazos a machetazos. La más pequeña, Ángela de cuatro
años, perece con el cráneo partido a golpe de machete (López Hernández,
1993:18-20).
Un
hecho que impactó fuertemente entre los indios evangélicos fue el brutal
asesinato, en 1981, de uno de sus líderes históricos, Miguel Gómez Hernández.
Sus primeros contactos con misioneros protestantes iniciaron en 1960. Poco a
poco se fue interesando en el mensaje que le compartían y su conversión le dio
un giro a su vida. En octubre de 1964 llevó a cabo la primera reunión
evangélica en el paraje Vinictón, localizado cerca de la cabecera municipal de
San Juan Chamula. Desde su juventud se le conoció por el apodo de Miguel
Caxlán, por vestirse a la manera de los mestizos. Durante varios años estuvo al
frente de las congregaciones evangélicas que se extendían por distintas partes
del territorio chamula, enfrentando a los caciques y demandando justicia en las
instancias gubernamentales para los expulsados. El 24 de julio de 1981, en las
afueras de San Cristóbal de Las Casas, el dirigente fue secuestrado y llevado a
San Juan Chamula. En este lugar “lo torturaron brutalmente, le quitaron el
cuero cabelludo con un machete, le arrancaron la piel del rostro, le sacaron el
ojo derecho y le arrancaron la lengua y la nariz. Después lo llevaron al paraje
Milpitulá, cerca de Pajaltón. Lo metieron en el monte y allí murió ahorcado” (Comunión, 1994:22). Su cortejo
fúnebre asombró a la sociedad coleta, nadie recordaba haber visto antes un
contingente formado por más de cinco mil personas acompañando el féretro.
En
septiembre de 1998, en la comunidad Saltillo, municipio de Las Margaritas, diez
familias indígenas tojolabales evangélicas son conminadas por sus coterráneos
católicos a salir del poblado, quienes como advertencia destruyen parcialmente
las casas de los protestantes. El portavoz de los afectados, Fernando Gómez,
sintetiza el motivo principal de la agresión: “…nos quieren expulsar del
poblado porque no compartimos la misma creencia religiosa”. Las advertencias y
destrucción de viviendas fueron realizadas por militantes del Partido de la
Revolución Democrática, a quienes no les importó que los amenazados también
fueran miembros del mismo partido (El
Universal, 6 de septiembre, 1998, p. 12). En este caso, quienes se
rehúsan a reconocer la disidencia religiosa como causa suficiente de expulsión,
tendrían serios problemas para explicarla en términos de diferencias políticas,
ya que ambos grupos militaban en el mismo partido y el elemento de conflicto es
la opción religiosa de la minoría.
Los
actos persecutorios contra los evangélicos por parte de organizaciones
identificadas con la izquierda, como lo es la Central Independiente de Obreros
Agrícolas y Campesinos, cercana al PRD, continuaron y uno de los más cruentos
tuvieron lugar el 23 de febrero del 2001, en Justo Sierra, Las Margaritas. En
este día se cumplieron las reiteradas amenazas de gente vinculada a la CIOAC.
Por negarse a cooperar con dinero y en especie para las fiestas patronales
católicas, un grupo de adventistas y pentecostales tuvieron graves
consecuencias. En voz de un pastor presbiteriano renovado de la zona y
dirigente de la Organización de los Pueblos Evangélicos Tojolabales (OPET)
“...se cansaron de golpearlos, los dejaron tirados medio muertos, les dieron
patadas, bofetadas, los apalearon y pegaron con otros objetos que tomaron para
atacar a nuestros hermanos. Nuestros hermanos venían con dolores en su cuerpo.
Temían que los iban a matar de una vez. Amaneciendo llegaron a Comitán. Cuando
llegaron me dio mucha tristeza porque estaban con la cara morada por la
hinchazón. Sus ojos no se les veían, los tenían cerrados por los golpes. Como
ocho de ellos fueron los muy golpeados, pero ocho resultaron con más lesiones”
(Martínez García, 2001:5).
Con el
temor de que las agresiones se intensificaran 130 personas buscaron refugio en
la cabecera municipal. Estuvieron por varios meses allí, mientras el gobierno
estatal negociaba condiciones seguras para el retorno y aplicaba acciones
penales en contra de quienes perpetraron el ataque. Fuera por conveniencia
política, por la presión gubernamental o por convencimiento propio, la CIOAC se
comprometió a terminar con las persecuciones y sus candidatos a la presidencia
de Las Margaritas y a la diputación estatal, por el distrito electoral
correspondiente, tuvieron como uno de sus lemas de campaña para las elecciones
del 7 de octubre del 2001 el respeto a la diversidad religiosa. Obtuvieron el
triunfo y como muestra de su compromiso resultó con el nombramiento de delegado
municipal de asuntos religiosos el pastor que meses atrás había defendido a los
expulsados de Justo Sierra. De esta manera Antonio Alfaro pasó de perseguido a
encargado de buscar formas para que la conflictividad por motivos religiosos se
dirima en apego a las leyes.
De las
varias respuestas que los perseguidos y expulsados han dado a la situación que
enfrentan, la dominante y mayoritaria ha sido cobijarse con la normatividad
nacional que consagra la libertad de cultos. Muchas veces a la par de impulsar
el conocimiento personal de la Biblia está la difusión de lo establecido por la
Constitución mexicana en materia de libertad de creencias. En este sentido los
indios(as) evangélicos fueron precursores en hacer suya la normatividad
mexicana, que garantiza derechos a todo(a)s los ciudadanos y protege su
ejercicio. Esto en comunidades indias en las que se hablaba mucho de
obligaciones (tradición) y casi nada de derechos. Paulatinamente fueron pasando
de respuestas coyunturales y obligadas por casos específicos, a construir vías
organizativas que fueran más permanentes y eficaces. De los muchos intentos en
este renglón extraigo cuatro muestras de las varias que podrían ser citadas.
Junto
con otros indígenas que no eran evangélicos, pero con los que compartían los
mismos problemas de violación a sus derechos humanos, los indios protestantes
participaron en la creación y/o fortalecimiento de instancias de defensa social
y legal. Este fue el caso del Comité de Amenazados, Perseguidos y Expulsados de
Chamula, conformado inicialmente por católicos, y al que a principios de 1983
se integran los evangélicos. En la constitución del Consejo de Representantes
Indígenas de Los Altos de Chiapas, 6 de septiembre de 1984, es fundamental el
involucramiento del liderazgo evangélico y sus demandas centrales incluyen el
retorno de los expulsados a sus comunidades, libertad religiosa y compromisos
de los gobiernos estatales y federales para garantizar soluciones pacíficas de
los conflictos. Después de un proceso complejo nace en los primeros días de
enero de 1988 la Organización Indígena de Los Altos de Chiapas, en la que una
pequeña parte de los expulsados de Chamula decide participar uniendo sus
demandas específicas a las de otras comunidades indias que luchan por
reivindicaciones políticas, económicas y agrarias (lo sintetizado en este
párrafo lo desarrolla ampliamente Gaspar Morquecho, 1992).
Después
de innumerables casos de hostigamiento y expulsión cometidos contra el pueblo
protestante en Los Altos, en 1984 toma forma el Comité Estatal de Defensa
Evangélica de Chiapas. Este organismo se encarga de asesorar en el manejo de
las leyes mexicanas y derechos humanos a los agraviados y de documentar las
dinámicas persecutorias. Sabiendo que la legalidad está de su lado el CEDECH
deja muy claros los pasos a seguir una vez que se han padecido las agresiones:
“Jurídicamente contamos con las disposiciones legales para penalizar los
delitos de lesiones, violaciones a mujeres, daños en propiedad ajena, robo,
abuso de autoridad, privación ilegal de la libertad, despojos y otros muchos
delitos que se cometen en contra de nuestros hermanos. Todos estos delitos
están contemplados en el Código Penal de Chiapas, por lo que
contamos con suficientes leyes para proceder en contra de los expulsadores.
Nosotros siempre estamos luchando para integrar una averiguación y exigir a la
Procuraduría de Justicia que ejerza acción penal contra los que resulten
responsables” (Rico, 1993:10). En esta tarea el CEDECH se topó con tácticas
dilatorias o franca negligencia de las autoridades. No obstante los expedientes
conjuntados por el organismo son fuente de primera mano para comprender la
dimensión en que han sido vulnerados los derechos humanos de los indios
evangélicos.
Encarando
casos similares a los seguidos por el CEDECH, en otra zona de la entidad nace
la Organización de los Pueblos Evangélicos Tojolabales. Sus orígenes se ubican
en 1990, cuando los protestantes se percatan de que sólo organizados, como
otros indios por diferentes causas lo habían realizado, podrían reivindicar
mejor sus derechos. El registro oficial de la OPET se realiza en 1998. En lugar
de actuar cada quien por su lado deciden nuclearse, y a la fundación legal de
una organización que ya había venido funcionando por un buen tiempo acuden dos
mil personas, que no sólo le dan un mandato a la directiva de buscar vías
jurídicas para defender a los perseguidos sino que también se buscara el
beneficio del pueblo evangélico en educación, salud y desarrollo sustentable
(Martínez García, 2001:4). En el caminar organizativo fueron descubriendo que
la lucha por sus derechos colectivos estaba en concordancia con la fe, y que
ésta tenía una dimensión política insospechada antes por ellos. La búsqueda de
la aplicación de la ley se convierte en una demanda que desnuda la red de
complicidades existente entre autoridades locales que dejan hacer a los
tradicionalistas, con el fin de que éstos no los acusen de parcialidad hacia
una minoría considerada enemiga de la comunidad.
El
tercer ejemplo es uno de reciente creación, conformado por pastores y jóvenes
recién graduados de la carrera de leyes en San Cristóbal de Las Casas. Se trata
del Centro de Derechos Humanos Esteban. Lo denominaron así en remembranza a lo
narrado en el capítulo 7 de Hechos en el Nuevo Testamento. El sacrificio de
Esteban “tiene un significado profundo e histórico para los cristianos y
representa la intolerancia religiosa manifestada con persecuciones, agresiones
y en ocasiones la muerte de inocentes. Esteban es uno de los primeros
cristianos sufrientes en tiempos de la Iglesia primitiva, que se enfrentó al
orden oficial establecido. Dicho orden defendía los usos y costumbres
religiosos y civiles de ese tiempo. Esteban es el primer caso registrado en el
Nuevo Testamento de intolerancia religiosa, que desembocó con su propia muerte
a manos de sus seguidores”. Entre los considerandos que mueven a este Centro
está el de que las autoridades cumplan su papel de hacer valer las leyes como
condición para lograr un entorno más hospitalario para todos y todas. Subrayan
como “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de
Derecho, a fin de que el ser humano no se vea compelido al supremo recurso de
la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
Hemos
dicho que la respuesta dominante a las persecuciones ha sido el recurrir a la
normatividad nacional, poniendo especial énfasis en los artículos
constitucionales 1º , 5º (párrafos 5 y 6), 9º (párrafo 1), 11, 13, 16, 19
(párrafo 3), 24; y los artículos 2º y 9º de la Ley de Asociaciones Religiosas y
Culto Público. Sin embargo también existen grupos convencidos de que es inútil
enarbolar las herramientas legales, porque no se emprenden acciones penales
contra quienes los han atacado en reiteradas ocasiones (sobre todo entre 1995 y
el 2000), y mejor optaron por emigrar a nuevas tierras alejadas del control
religioso político que les oprimía. Existe una opción más, que aunque aislada
no puede soslayarse. Es la elegida por un pequeño grupo que decidió responderle
a sus perseguidores con la misma moneda: la resistencia armada.
Aunque
ya se habían dado algunos incidentes violentos de ambas partes con
anterioridad, los días 18 y 19 de noviembre de 1995, en la comunidad chamula de
Arvenza, tuvo lugar un enfrentamiento armado entre evangélicos y católicos
tradicionalistas que es considerado un parteaguas. El saldo fue de cinco
católicos muertos y uno protestante. Un pastor, que en ese año fue presidente
de la Alianza Ministerial de Los Altos de Chiapas, justificó la acción
argumentando que no les habían dejado otra alternativa, y que, además, había
quedado demostrado con el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional que las armas eran la mejor forma de llamar la atención hacia una
problemática con hondas raíces (Román y Henríquez, 1996). Dos investigadores
conocedores de las organizaciones y problemática de los indígenas alteños,
ofrecen el contexto de hartazgo que condicionó la respuesta violenta de los
evangélicos y su decisión de ya no poner la otra mejilla:
“Por más de 20 años los indios de Los Altos habían luchado pacíficamente en contra de las expulsiones; fueron escasas las respuestas defensivas de los expulsados. A lo largo de ese tiempo unas 30 mil personas tuvieron que abandonar parte de su familia, a su comunidad, su vivienda y sus escasas pertenencias.
En estos 20 años los expulsados han clamado justicia a 12 gobernadores chiapanecos y a 5 presidentes de la República; han acudido a todas las instancias de gobierno estatal, nacionales buscando la paz en sus pueblos sin encontrar voluntad política para frenar a los caciques.
Para la manipulación del conflicto, los gobiernos y grupos de poder local optaron por definirlo como ‘un problema religioso e interno de las comunidades’. De esa forma se dejaba como ‘responsables’ visibles a ‘las sectas protestantes’ y a ‘los agentes católicos renovadores’; se justificó la expulsión con el argumento del ‘respeto a la tradición y la costumbre’; las autoridades evitaron intervenir por ‘respeto a la vida interna de las comunidades’.
...A los funcionarios que hoy pregonan el restablecimiento del Estado de Derecho, no les importó el desplazamiento obligado de más de 30 mil personas, asesinatos, destrucción de viviendas, encarcelamientos injustos, violaciones tumultuarias, desapariciones, torturas; es decir, no les importó en lo más mínimo la violación de las más elementales garantías individuales y de los derechos humanos. El gobierno se hizo cómplice de pensamiento, palabra y obra” (Aramoni y Morquecho, 1997:572-573).
El
hecho de que no fue la respuesta armada la que predominó en las convicciones y
ánimos de los protestantes, evitó que se agregara al conflicto zapatista un componente
adicional que habría desembocado en una guerra civil, dada la alta población
evangélica en Los Altos, Norte y Selva de Chiapas. La línea pacifista y no
violenta se impuso después de intensos debates teológico políticos entre los
líderes y pastores protestantes indígenas. Una articulación de esta postura se
encuentra plasmada en un documento entregado a la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, que hizo una visita de inspección a Chiapas para constatar
las condiciones existentes en la entidad. En el escrito, resultado de opiniones
levantadas en el seno de las comunidades evangélicas agredidas se afirma:
“Queremos dejar constancia de nuestro firme propósito de encontrar una solución legal, justa y pacífica al problema de las expulsiones por motivos religiosos en las comunidades indígenas de Chiapas. Estamos plenamente convencidos de que una injusticia como la padecida por los indígenas de Chiapas no puede ni debe confrontarse con otro principio que no sea el de ser pacificadores como lo prescribió nuestro Señor Jesús. Las autoridades locales, estatales y federales pueden contribuir al fortalecimiento de este espíritu que busca la verdadera paz, haciendo respetar nuestro Estado de Derecho definido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. No cabe duda que la insensibilidad acumulada por décadas en las instancias legales que desde un principio debieron frenar la violación a la libertad religiosa, ha contribuido para que un sector del pueblo evangélico considere responder a sus expulsadores con los mismos medios usados por éstos para sacar de sus pueblos a quienes no comparten la fe Católica Romana. La mejor forma de frenar enfrentamientos de graves consecuencias es fortaleciendo acciones que hagan efectivos principios como el respeto a la pluralidad entre los indígenas, así como el de convivencia pacífica entre personas de distintas convicciones religiosas. Buscamos la unidad en el respeto a la diversidad, no la unidad que borra y aplasta a los que son diversos” (1996).
De
acuerdo con una amplia investigación que se hizo sobre la cronología, tipología
y geografía de las expulsiones en Chiapas, el periodo que concentró más
conflictos por motivos preponderantemente o en parte religiosos fue la década
de los 90’s. En cuanto a su localización, entre 1960 y 2001, la región Altos
concentró 67.86 por ciento del total en el estado. La región Fronteriza, el
17.98 por ciento; la Selva 7.66 y las restantes regiones, Centro, Frailesca,
Norte y Soconusco, en conjunto representaron 6.49 por ciento. La tipología de
las agresiones la componen: “1: Las más radicales: expulsión, secuestro,
agresión física y homicidio; 2. Encarcelamiento, detención, destrucción y
despojo de bienes, y 3. Tácticas intimidatorias como amenaza de expulsión,
provocación verbal, prohibición a los niños de asistir a la escuela pública, y
del uso de servicios públicos, la anulación (de permisos) para la construcción
de templos, el cierre y destrucción de los mismos” (Rivera Farfán, 2002:2).
De las
dos regiones que presentan la mayoría de los conflictos, es en los municipios
de Chamula y Las Margaritas en los que la conflictividad muestra una dinámica
mucho más intensa, ya que juntos alcanzaron el 56 por ciento de los conflictos
que se registraron en todo el estado. Es decir, en la mayor parte de la
geografía chiapaneca los integrantes de los distintos credos conviven
pacíficamente, y cuando entran en conflicto encuentran las vías legales para
dirimir sus diferencias. Aunque muy localizados, los focos de intolerancia han
provocado desplazamientos forzosos de personas que no tiene paralelo en el
México contemporáneo. Este solo hecho debió hacer reaccionar con mayor interés
y oportunidad, que los mostrados, a todas las instancias y organizaciones
dedicadas a garantizar la vigencia del Estado de derecho y la vigencia de los
derechos humanos.
Sin
proponérselo en un inicio, cuando por disidentes religiosos vinieron a ser
disidentes del sistema socio/religioso/político tradicional, los creyentes
evangélicos perseguidos se convirtieron en defensores de los derechos humanos.
Su caso muestra semejanza con los de otros pueblos indígenas evangélicos en
Latinoamérica (López, 2000:15) que sin buscarlo representaron una opción
cuestionadora, un poder distinto al dominante o que aspiraba a serlo. En zonas
donde había ausencia de instituciones de todo tipo, o presencia pobre y
esporádica de ellas, las comunidades evangélicas representaron otra vía a la
hegemónica, siendo ésta fruto de una larga fusión entre las tradiciones indias
y la religión católica. Su lucha por la libertad de creencias derivó en una lid
por el respeto a los derechos humanos y la tolerancia.
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www.cenpromex.org.mx/revista_ftl/num_1
*
Sociólogo, miembro fundador del Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano.
[1] “Las raíces lingüísticas de la palabra tradición son antiguas. La
palabra inglesa tiene sus orígenes en el término latino tradere, que significaba transmitir o dar algo a alguien
para que lo guarde. Tradere se
usaba originariamente en el contexto del Derecho Romano, donde se refería a las
leyes de la herencia. La propiedad que pasaba de una generación a otra se daba
en administración ¾el heredero tenía la obligación de protegerla y conservarla” (Giddens,
2000:52).
[2] Para profundizar en el proceso de
estigmatización de quien se considera el enemigo, cfr. Goffman, 1998; y Prat,
1997.