ENTRE DIOS Y EL CÉSAR:

Secularización, disidencia religiosa y cultura política en México

 

Alfredo Echegollen Guzmán

FTL-México

Cenpromex

 

 

“¿Contribuye la disidencia religiosa a cambios palpables en la cultura política? ¿Están la secularización y la modernidad inextricablemente ligadas a la mutación religiosa? Preguntas fundamentales en torno a la relevancia del ethos de los disidentes religiosos en México y América Latina”.

 

 

El abordaje, tematización y problematización de la incidencia de lo religioso en las prácticas y los discursos políticos aún espera sus mejores días. En particular, pocas veces se enfocan los fenómenos de cambio religioso como factores cruciales para comprender cómo discurre la interacción entre el campo religioso y lo político. Es todavía muy frecuente que la ponderación de las múltiples formas en que la producción simbólica de las sociedades latinoamericanas contribuye e interactúa con el ámbito de lo político se reduzca a consideraciones que sólo toman en cuenta las dinámicas que se dan en el interior del catolicismo, y tratan de forma más bien episódica o casual —además de hacerlo en forma prejuiciada y desinformada— los fenómenos correspondientes en el creciente ámbito de la disidencia religiosa.

 

       Las sociedades religiosas protestantes y evangélicas, por ejemplo, conforman un sector importante y muy dinámico del campo religioso disidente en México, pero a pesar de una presencia histórico-institucional que data de casi 150 años en el país, y de que su importancia demográfica es ya nada despreciable (entre un 5% y 8% a nivel nacional; cerca del 20% en algunos estados del sureste), han recibido apenas el beneficio de la mirada etnográfica, que si bien privilegia la escala “micro” de las relaciones sociales, difícilmente puede proporcionarnos una mirada de conjunto de estos grupos; o bien su presencia ha sido destacada, en una forma que no siempre les favorece, por el interés periodístico, que no siempre facilita la discriminación entre “noticia” y “fenómeno social”, o entre “forma” y “fondo”. En particular, no parece estar nada claro hasta qué punto los evangélicos mexicanos son portadores de una cultura política moderna y democrática, y en qué medida su presencia y acción sociales contribuyen o no a la configuración de un espacio político secularizado en México.

 

       Mi interés aquí es proponer un esquema analítico que facilite el abordaje, tematización y problematización de las relaciones entre la cultura política y la relativa secularización de creencias y prácticas políticas entre los evangélicos en México. Con tal fin, intentaré en primer lugar una mínima elucidación conceptual de la categoría de secularización, que me permita entonces un encuadre analítico del ethos evangélico y sus principales rasgos y repercusiones políticas, así como facilitarnos una evaluación del grado de secularización implicado en tal ethos y algunas de sus transformaciones recientes.

 

 

Secularización y campo religioso en México

La idea de la secularización nació y se desarrolló en Occidente como una noción sumamente problemática, polisémica, ambigua y equívoca. Se gestó al calor de la batalla cultural y espiritual asociada al surgimiento y consolidación de las ciencias sociales en Europa, y en ocasiones ha devenido en supuesto “metafísico” al presuponerse como condición necesaria tanto de la modernidad, como del conocimiento social producido por ésta, a la vez que como el locus objetivo y analítico por excelencia. Como nos recuerda Danièle Hervieu-Léger, fue necesario esperar el surgimiento de la modernidad para que la religión se convirtiera en objeto de reflexión, ya que mientras se le identificaba con “el orden del mundo”, la falta de distancia hacía imposible su estudio en tanto realidad objetiva, de modo que la emergencia y predominio creciente de un “nuevo tipo” de racionalidad, así como la relativización del poder ordenador, imaginario y legitimador de la religión, abrió el camino a su análisis (Hervieu-Léger, 1986, pp. 196ss).

 

       Hay que ponerse en guardia contra la visión “optimista” (o triunfalista) de la secularización, propia de algunas de las primeras teorías sociológicas de la religión, que aseguraban que “el avance de las ciencias habría de socavar inexorablemente las formas tradicionales de la religión ...(muchos analistas) tenían una idea de la ciencia como sustitutivo de las explicaciones religiosas” (Hill, 1976, p. 285). La contraparte “pesimista” o “sombría” es ejemplificada por Sabino Aquaviva en El eclipse de lo sagrado en la civilización industrial:

 

“Desde el punto de vista religioso, la humanidad ha entrado en una larga noche que, a medida que van pasando las generaciones, va siendo cada vez más oscura, y cuyo fin aún no puede divisarse” (Aquaviva, 1979, p. 201).

 

       Enfrentada a esta visión, se lanzó la tesis de la “imposibilidad” de la secularización, enarbolada por aquellos que alegaban que si la religión se define únicamente en términos de una práctica institucional, la secularización significará la decadencia de la iglesia en términos de adeptos y asistencia al culto (retrato parcialmente fiel de la Europa de la posguerra); pero si se define la religión en función de un cierto quantum de religiosidad presente (y tal vez irreducible) en cada individuo, la secularización sería imposible en principio, y habría que reducir el uso del término para indicar los diversos contenidos que puede asumir este “rasgo universal de la psicología humana” (Hill, op. cit., pp. 285-286).

 

       Se haría necesario un análisis detallado de los distintos significados del término para encontrar una definición coherente que contribuyera a una teoría plausible de la secularización. Baste aquí mencionar que ese trabajo ya ha sido intentado y desarrollado desde hace más de 30 años. Por ejemplo, L. Shiner (1967) propuso distinguir entre al menos seis significados del término en cuestión: a) decadencia de la religión; b) cambio de actitud y orientación: del rechazo del mundo a su aceptación; c) separación entre religión y sociedad, que se articula con el concepto funcional de “diferenciación”, e incluso con la idea weberiana de autonomía de esferas de valor; d) transposición de creencias y actividades, relacionado sobre todo con conceptos como el de religiosidad sustitutiva, estructurada con base en “equivalentes funcionales” de lo religioso tradicional; e) desencantamiento (o desacralización) del mundo; f) transición de una sociedad “sacra” a una “secular”, en términos de la relativa apertura o cerrazón al cambio cultural, de la rearticulación simbólico-religiosa de la tensión entre el campo y la ciudad, o incluso apelando a una suerte de “rescate” de la contraposición entre el hombre “primitivo” (religioso por “naturaleza”) y el hombre moderno (para quien la religión se convierte en una suerte de epifenómeno).

 

       Ante tal multiplicidad de significados, y para fines del presente análisis, me limito a retomar dos hipótesis que me parecen esclarecedoras con respecto a la idea de la secularización:

 

       1. La secularización constituye un proceso multívoco y multicausal que combina la permanencia de lo tradicional, la baja tendencial en la normatividad institucional, la diversificación de las confesionalidades, y la reidentificación y resignificación individual de los contenidos simbólico-religiosos. Esta pluralidad de procesos remiten a la relocalización y reformulación de la naturaleza de lo religioso en nuestras sociedades, más bien que a su desaparición. (Cf. De la Torre, Dorantes, Fortuny, y Gutiérrez, 1997, pp. 130-132).

 

       2. El “resurgimiento” de lo religioso a escala global, que alguien como Harvey Cox ubica a principios de la década de los ‘80, tiene una innegable e inédita —si bien indeterminada— significación política (desde el Papa Juan Pablo ii; Jerry Falwell, la “Moral Majority” y la “Nueva Derecha” norteamericana, hasta Ernesto Cardenal y las teologías de la liberación); lo cual refuta aquél corolario apresurado que afirmaba que cualquier tipo de religiosidad que lograra “sobrevivir” al embate de la modernidad, habría de reducirse a la esfera “privada” e individual, sin tener ya ninguna incidencia en el ámbito de lo público (Cox, 1985). Esto último adquiere dimensiones dramáticas en América Latina, donde la religión nunca se ha reducido a la esfera privada (Cf. Parker, 1993), y donde, en consecuencia, la esfera pública y las creencias y prácticas religiosas han interactuado e interactúan en forma abigarrada y compleja.

 

       Hay quien incluso ha radicalizado las últimas consideraciones, como Pedro Carrasco (véase Carrasco, 1991), quien llega a considerar el campo religioso como “una instancia administradora de creencia entre otras”, cuyos contenidos simbólicos e imaginarios modelados por representaciones religiosas de la salvación pueden ser reformulados y aún substituidos por visiones políticas del cambio social, esto es, por “un discurso de salvación, igualmente mítico, que fundamentado sobre los principios metodológicos de una cierta racionalidad occidental substituye al primero”; de modo que el campo de la creencia puede ser analizado desde una perspectiva “más amplia”, incluyendo al Estado, y en general a los actores políticos como instancias activas. Así, América Latina, y México en particular, darían cuenta de la configuración de una instancia hegemónica de gestión de las creencias, el Estado, cuya irrupción histórica en el campo religioso habría apuntado en la dirección de aquella substitución y la consecuente subordinación de lo religioso a lo “secular”, configurando lo que se ha dado en llamar la religión cívica del Estado (Ibid., pp. 8-9). Estaríamos así ante una “paradoja” de la modernidad mexicana, a la vez que en un impasse de la misma, ya que de acuerdo con esta tesis, el futuro de la pluralización, y por ende la democratización del espacio de gestión de las creencias en general dependerá de que fracase o al menos sea restringido este “proyecto” tendencial de substitución y subordinación de lo religioso a los imperativos de la constelación de poder arraigada en las estructuras estatales.

 

       En este sentido, y en buena medida a contracorriente de las interpretaciones dominantes en muchos de los estudios sociológicos e historiográficos sobre el proceso de secularización y el arribo de la laicidad en México, cabría reconocer que el campo religioso en nuestro país no ha estado —al igual que otros ámbitos de la vida social— libre de la injerencia y el intervencionismo estatales, ya que, según Roberto Blancarte (Blancarte, 2001), desde el siglo xvi factores como la endémica escasez de sacerdotes católicos en proporción al tamaño de la población, la compleja imbricación entre las estructuras eclesiales y las del Estado colonial, y los saldos del esquema del Patronato en la tradición jurisdiccional condicionaron las relaciones de la Iglesia católica con dicho Estado de tal modo que aquella era una “Iglesia dentro del Estado”, que no se situaba “frente” a dicho poder en la medida en que no establecía con él una relación de competencia, sino de cooperación, incluso de subordinación, contribuyendo así a la consolidación del Patronato y de un arraigado jurisdiccionalismo (Ibid., p. 849). Dichas características del Ancien Régime, que se extendieron hasta mediados del siglo xix, seguirían, de acuerdo con Blancarte, “marcando la laicidad mexicana”, de modo que cabría cuestionarse “si, de algún modo, la nostalgia del Patronato y la tentación del jurisdiccionalismo siguen existiendo” (Idem).

 

       Así, la compleja imbricación entre el poder terrenal del Estado y el poder simbólico detentado por más de tres siglos por la Iglesia católica dio origen a la estructuración de un campo religioso intervenido desde las estructuras estatales, y cuyo correlato estaba en la nostalgia y la tentación mencionadas por Blancarte, situación que habría de dar necesariamente origen a la conocida pugna entre ambas instancias de poder una vez que las elites liberales decimonónicas decidieron reorientar el fundamento y las funciones políticas del Estado al concebir un proyecto de nación moderno y republicano, lo cual tenía que chocar frontalmente con la visión premoderna, ultramontana y patrimonialista en que la Iglesia católica se había desarrollado, y que legitimaba el rol hegemónico y los privilegios que detentó por mucho tiempo en la vida social del país. El naciente Estado liberal republicano —matriz histórica del actual Estado mexicano— no sólo perdió entonces el apoyo de lo que fue un poderoso aliado del fenecido Estado colonial, sino que ganó un formidable adversario atrincherado desde entonces en una intolerante beligerancia contra las medidas secularizadoras del Estado, contra la laicidad como condición y eje rector de la vida pública del país, y contra la pluralización del campo religioso mexicano.

 

       De aquí la importancia de la valoración y el dimensionamiento del papel (aunque sea modesto) que las culturas políticas subalternas, y en particular las detentadas por disidentes religiosos jugaron en el surgimiento y la difusión de un ethos democrático acorde con los objetivos modernizadores y secularizadores del emergente proyecto nacional, así como del impacto y la relevancia políticas que para el actual debate sobre la laicidad, la secularización y el pluralismo tiene la recuperación y promoción de tal ethos.

 

 

Disidencia religiosa y ethos democrático

En virtud del rápido crecimiento y difusión de las sociedades protestantes en México, sobre todo desde la década de los ’50, su importancia y “legitimidad” como objeto de estudio ha venido ganando terreno entre los académicos, si bien este reconocimiento es un fenómeno reciente que no va más allá de tres lustros. Aparte de los estudios etnográficos, ha sido sobre todo en el terreno de la historiografía de los grupos evangélicos y protestantes que se ha ganado cierta claridad en cuanto a los principales rasgos socioculturales distintivos de dichas asociaciones disidentes del catolicismo.

 

       Por principio de cuentas, los orígenes históricos de los protestantes mexicanos no pueden ser reducidos a factores exógenos (como tradicional y popularmente se cree), sino deben ser explicados fundamentalmente en términos de factores endógenos (Cf. Bastian, 1994); esto es, no fueron los misioneros protestantes anglosajones los que simplemente “transplantaron” en México una religión extraña a las tradiciones y patrones socioculturales desde el último tercio del siglo xix. Esta imagen popular y pseudocientífica implicaría un proceso mecánico de aculturación que, además de poco probable, habría dado origen a un mapa y una dinámica sociorreligiosa muy distinta a la que ha caracterizado desde entonces al país. Esta génesis se inscribe en una dinámica generalizada de surgimiento de nuevas asociatividades, que emergieron del ocaso de la sociedad tradicional y estamental, y que facilitó a sectores sociales en transición el acceso a formas modernas de asociación (no patriarcales ni jerárquicas), educación, vías emergentes de participación cívico-política, y un nuevo conjunto de referentes valorativos e identitarios; esto es, un ethos protestante específico caracterizado (en términos algo esquemáticos) por una ética del trabajo, el ahorro y el estudio; una actitud “ilustrada” hacia su entorno y realidad sociopolítica; una actitud puritana de moderación e higiene; una conciencia de “cambio interior” o regeneración moral que les hacía asumirse como “hombres nuevos”, y un sentimiento de vocación misionera que los hacía concebirse como llamados a propiciar la reforma moral y religiosa de su entorno social. Cabe destacar que la recepción de tal ethos por parte de los protestantes “autóctonos” fue todo menos pasiva desde sus orígenes, ya que tanto las tendencias “socializantes” y modernizadoras, como los rasgos “espirituales” y puritanos de aquella matriz valorativa-identitaria nunca fueron asimilados homogéneamente en bloque o  de forma acrítica totalmente (Véanse Bastian, 1989; y Ruiz, 1992).

 

       Ahora bien, a pesar del grado de identificación y compenetración —propiciados por la confluencia del ethos religioso disidente y la estructuración laica del Estado mexicano mencionada anteriormente— que se llegó a dar entre el proyecto liberal de modernización y el protestantismo mexicano desde la segunda mitad del siglo xix, esta articulación no se tradujo en un fenómeno de “generalización” de la disidencia religiosa en el país, lo cual, según Jean-Pierre Bastian tuvo consecuencias de envergadura no sólo en México, sino en todo el Subcontinente:

 

“En América Latina, la modernidad liberal no pudo asentarse en una reforma religiosa que habría permitido, andando el tiempo, una mutación de las mentalidades corporativas. Quizá a ello se debe en gran parte, que a continuación de los ensayos de reforma democrática surgieran los liberalismos autoritarios y oligárquicos, los populismos neocorporativos y los caudillismos de todo tipo” (Bastian, 1994, p. 283).

 

       A la par de esto, se diluyó el potencial transformador del ethos protestante al transformarse estos disidentes religiosos, de minorías activas en minorías recluidas que virtualmente se “ausentaron” de la esfera pública durante décadas —al menos desde los años treintas del siglo XX—, hasta que el momento del repunte de su crecimiento numérico (sobre todo de los grupos pentecostales que no siempre se asumían plenamente como protestantes o evangélicos) confluyó con los cambios constitucionales y legales en materia religiosa que en 1992 otorgaron el reconocimiento jurídico a las iglesias por parte del Estado. Esto se tradujo en una paradójica dinámica de “desregulación” del mercado religioso signada no obstante por la emergencia de un nuevo protagonismo político de los actores religiosos, en particular de la jerarquía católica. Este nuevo protagonismo, signado por la obvia asimetría manifiesta entre la eficacia e influencia desplegadas por los jerarcas de la religión mayoritaria y la incipiente capacidad de incidencia de las minorías evangélicas en la esfera pública nacional, ha hecho patente las dificultades que los evangélicos tienen para recuperar y actualizar los elementos dinámicos de su herencia político-cultural.

 

       En este sentido, cabe recordar algunas de las interpretaciones que se han propuesto en torno a dicha pérdida de referentes y de orientación por parte de algunos estudiosos del fenómeno protestante en México. En primer término, según Luis Scott (1996) se pueden distinguir tres modelos históricos de participación política de los evangélicos mexicanos, que él denomina haciendo referencia a metáforas bíblicas: a) “sal de la tierra”, que implica un compromiso activo en la transformación de la sociedad; b) “salir de la tierra”, que es equivalente a la “huelga social”; y c) “tierra salada”, en el que priva una relación clientelar y acomodaticia con el poder, refuncionalizando los esquemas corporativos tradicionales. Tras enfatizar que las causas de la huelga social son más bien exógenas —la adopción, incluso importación de un discurso teológico “anti-mundo” y la rearticulación de posturas morales fundamentalistas, cuya influencia declinante estaría sujeta a discusión—, Scott asume en forma optimista que los “evangélicos han recuperado una teología ‘conversionista’ que permite, y aún fomenta el activismo político. Como resultado, con menos y menos frecuencia los evangélicos mexicanos abandonarán las esferas públicas de la sociedad. Sus opciones serán ‘sal de la tierra’ o ‘tierra salada’” (Ibid., p. 329). De acuerdo con lo anterior, y a la luz del presunto declive de los mencionados factores exógenos de dicha huelga social, el principio de separación entre el Estado y las iglesias no sería ya interpretado como alejamiento de la política.

 

       Por su parte, Rubén Ruiz Guerra (1996), al analizar el contenido “constitucional” de las formas internas de gobierno de tres Iglesias protestantes “históricas” (la metodista, la presbiteriana y la bautista) destaca los siguientes rasgos: a) a pesar de tener estructuras y doctrinas distintas las tres se autodefinen como organismos democráticos (incluso dos de ellas como “no conformistas”), en virtud de la prevalencia de relaciones y vínculos voluntarios en el interior de sus congregaciones, del ejercicio de la “soberanía” congregacional (al menos formalmente), de la existencia y operación de estructuras de consulta y toma de decisiones, así como del ejercicio del gobierno y la administración eclesial por cuerpos colegiados en los que (formalmente) laicos y ministros participan en un plano de igualdad; b) el papel central del individuo, tanto en las tareas sustantivas (que tienen que ver con la misión evangélica de la Iglesia), como en las tareas de gobierno y administración interna, en el seno de unas estructuras democráticas concebidas como las “ideales para gobernar”, incluso a la sociedad global. En ese sentido, afirma Ruiz, las prácticas democráticas “no han desaparecido por completo” (Ibid., pp. 337-339) y proveen aún el campo propicio para el “aprendizaje” político que capacitaría a los fieles para desempeñarse como “buenos ciudadanos”. Sin embargo, destaca la paradoja de que siendo instituciones de “forma” democrática, “la democracia, en el sentido más amplio del término, no parece ser su principal preocupación social”, y “no buscan producir una reflexión y una conciencia democráticas en el todo de la sociedad” (Ibid., pp. 339, 342). Esto es, contra lo que parece implicar la interpretación de Scott, se entiende que “separación Estado-Iglesia” es equivalente a “la iglesia no hace política”. Por otra parte, al evaluar su rol como “productoras de bases políticas”, Ruiz afirma que su utilidad ha sido “escasa, si no es que nula”, que aunada al apoliticismo y “docilidad” recurrentes (que ya son formas de posicionarse políticamente) ante los gobiernos en turno dan “motivos suficientes para no buscar inclinar a nadie ni a favor ni en contra del régimen” (Ibid., p. 341), además de que la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público vigente desde 1992 prohíbe expresamente el proselitismo y el involucramiento activo por parte de los ministros de culto en la política.

 

       Así, pese al predominio entre muchos evangélicos —mayormente entre los pentecostales— de la imagen de la política como algo “mundano” y reprobable, reflejo de la maldad y la corrupción humanas, al parecer va ganando terreno, en forma aún incipiente y sólo en una minoría de ellos una actitud diferente, que busca recuperar el imaginario juarista y nacionalista como eje orientador de una nueva actitud de responsabilidad política que no descarta la acción partidista ni la participación en las estructuras de gobierno (Garma, 2000, pp. 188-192).[1] En la medida en que sean capaces de rearticular dicho imaginario libertario y democrático para proponer alternativas viables de deliberación pública y acción política, serán capaces de hacer una contribución neta a la configuración de un ethos democrático en México, emulando tal vez —con rasgos propios y únicos, claro está— la experiencia europea, para la cual, según Ernst Troeltsch, el aporte del protestantismo a la vida política y la cultura procedió “en un principio” de un pensamiento puramente religioso, que luego fue secularizado y “ha preparado las vías de la libertad moderna” (Troeltsch, 1979, p. 69).

 

 

Bibliografía

Acquaviva, Sabino, 1979, The Decline of the Sacred in Industrial Society, Nueva York, Harper and Row. (Existe versión castellana: El eclipse de lo sagrado en la sociedad industrial, Bilbao, Mensajero, 1982).

 

Bastian, Jean-Pierre, Protestantismos y modernidad latinoamericana. Historia de unas minorías activas en América Latina, México, fce, 1994.

 

_________ Los disidentes. Sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911, México, Fondo de Cultura Económica / Colmex, 1989.

 

Blancarte, Roberto, “Laicidad y secularización en México”, Estudios Sociológicos, (México), vol. xix, núm. 57, 2001, pp. 843-855.

 

Carrasco, Pedro, “Por una sociología religiosa del orden social: una tipología de la gestión de creencias en el medio secular”, Cristianismo y Sociedad, (México), año xxix (Tercera Época), núm. 109, 1991, pp. 7-32.

 

Cox, Harvey, La religión en la ciudad secular. Hacia una teología postmoderna, Santander, Sal Térrea, 1985.

 

De la Torre, Renée, Alma Dorantes, Patricia Fortuny, y Cristina Gutiérrez, “Tradición religiosa y secularización en Guadalajara”, Eslabones, (UAM Iztapalapa, México), núm. 14, julio-diciembre, 1997, pp. 130-149.

 

Echegollen Guzmán, Alfredo, “Cultura e imaginarios políticos en América Latina”, Metapolítica, (México), vol. 2, núm. 7, julio-septiembre, 1998a, pp. 495-511.

 

_________ “Disidencia religiosa, cultura política y ciudadanía en México”, en Alfredo Echegollen Guzmán y Carlos Mondragón (coords.), Democracia, cultura y desarrollo, México, unam/Praxis, 1998b, pp. 134-156.

 

_________ “Cultura y libertad en el ensayo teológico protestante en Latinoamérica, 1930-1960”, en Cerutti, Horacio, et. al., El ensayo hispanoamericano. Perspectivas, México, unam, 1995, pp. 121-129.

 

Garma, Carlos, “Las relaciones de las iglesias pentecostales con el Estado y con los partidos políticos en México”, en Ferraro, Joseph (coord.), Religión y política, México, uam Iztapalapa, 2000, pp. 177-210.

 

Hill, Michael, Sociología de la religión, Madrid, Cristiandad, 1976.

 

Parker, Christian, Otra lógica. Religión popular y modernización capitalista, Santiago, fce, 1993.

 

Ruiz Guerra, Rubén, “Protestantismo y democracia en México. Estudio de tres casos”, en Gutiérrez, Tomás (comp.), Protestantismo y política en América Latina y el Caribe. Entre la sociedad civil y el Estado, Lima, cehila, 1996, pp. 333-344.

 

_________ Hombres nuevos. Metodismo y modernización en México (1873-1930), México, cupsa, 1992.

 

Scott, Luis, “La sal de la tierra… Los evangélicos y la política mexicana”, en Gutiérrez, Tomás (comp.), Protestantismo y política en América Latina y el Caribe. Entre la sociedad civil y el Estado, Lima, cehila, 1996, pp. 317-332.

 

Shiner, L., “The concept of secularization in empirical research”, Journal for the Scientific Study of Religion, núm. 6, 1967, pp. 207-220.

 

Troeltsch, Ernst, El protestantismo y el mundo moderno, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, (Breviarios, núm. 51).

 

 

 


© Fraternidad Teológica Latinoamericana www.fratela.org

Revista electrónica Espacio de Diálogo, (Fraternidad Teológica Latinoamericana), núm. 1, septiembre-diciembre del 2004, www.cenpromex.org.mx/revista_ftl/num_1


 



[1] En torno al concepto de imaginario político véanse Echegollen, 1998a y 1998b. Sobre algunos elementos del ideario político evangélico parte de ese imaginario véase Echegollen, 1995.