ENTRE DIOS Y EL CÉSAR:
Secularización, disidencia religiosa y cultura política en México
Alfredo Echegollen Guzmán
FTL-México
“¿Contribuye la disidencia religiosa a cambios palpables en la cultura
política? ¿Están la secularización y la modernidad inextricablemente ligadas a
la mutación religiosa? Preguntas fundamentales en torno a la relevancia del ethos de los disidentes
religiosos en México y América Latina”.
El abordaje, tematización y problematización de la
incidencia de lo religioso en las prácticas y los discursos políticos aún
espera sus mejores días. En particular, pocas veces se enfocan los fenómenos de
cambio religioso como factores cruciales para comprender cómo discurre la
interacción entre el campo religioso y lo político. Es todavía muy frecuente
que la ponderación de las múltiples formas en que la producción simbólica de
las sociedades latinoamericanas contribuye e interactúa con el ámbito de lo
político se reduzca a consideraciones que sólo toman en cuenta las dinámicas
que se dan en el interior del catolicismo, y tratan de forma más bien episódica
o casual —además de hacerlo en forma prejuiciada y desinformada— los fenómenos
correspondientes en el creciente ámbito de la disidencia religiosa.
Las
sociedades religiosas protestantes y evangélicas, por ejemplo, conforman un
sector importante y muy dinámico del campo religioso disidente en México, pero
a pesar de una presencia histórico-institucional que data de casi 150 años en
el país, y de que su importancia demográfica es ya nada despreciable (entre un
5% y 8% a nivel nacional; cerca del 20% en algunos estados del sureste), han
recibido apenas el beneficio de la mirada etnográfica, que si bien privilegia
la escala “micro” de las relaciones sociales, difícilmente puede
proporcionarnos una mirada de conjunto de estos grupos; o bien su presencia ha
sido destacada, en una forma que no siempre les favorece, por el interés
periodístico, que no siempre facilita la discriminación entre “noticia” y
“fenómeno social”, o entre “forma” y “fondo”. En particular, no parece estar
nada claro hasta qué punto los evangélicos mexicanos son portadores de una
cultura política moderna y democrática, y en qué medida su presencia y acción
sociales contribuyen o no a la configuración de un espacio político secularizado en México.
Mi interés
aquí es proponer un esquema analítico que facilite el abordaje, tematización y
problematización de las relaciones entre la cultura política y la relativa
secularización de creencias y prácticas políticas entre los evangélicos en
México. Con tal fin, intentaré en primer lugar una mínima elucidación conceptual
de la categoría de secularización,
que me permita entonces un encuadre analítico del ethos evangélico y sus principales rasgos y repercusiones
políticas, así como facilitarnos una evaluación del grado de secularización
implicado en tal ethos y
algunas de sus transformaciones recientes.
La idea de la secularización nació y se desarrolló en
Occidente como una noción sumamente problemática, polisémica, ambigua y equívoca.
Se gestó al calor de la batalla cultural y espiritual asociada al surgimiento y
consolidación de las ciencias sociales en Europa, y en ocasiones ha devenido en
supuesto “metafísico” al presuponerse como condición
necesaria tanto de la modernidad, como del conocimiento social
producido por ésta, a la vez que como el locus
objetivo y analítico por excelencia. Como nos recuerda Danièle Hervieu-Léger,
fue necesario esperar el surgimiento de la modernidad para que la religión se
convirtiera en objeto de reflexión, ya que mientras se le identificaba con “el
orden del mundo”, la falta de distancia hacía imposible su estudio en tanto
realidad objetiva, de modo que la emergencia y predominio creciente de un
“nuevo tipo” de racionalidad, así como la relativización del poder ordenador,
imaginario y legitimador de la religión, abrió el camino a su análisis
(Hervieu-Léger, 1986, pp. 196ss).
Hay que
ponerse en guardia contra la visión “optimista” (o triunfalista) de la
secularización, propia de algunas de las primeras teorías sociológicas de la
religión, que aseguraban que “el avance de las ciencias habría de socavar
inexorablemente las formas tradicionales de la religión ...(muchos analistas)
tenían una idea de la ciencia como sustitutivo de las explicaciones religiosas”
(Hill, 1976, p. 285). La contraparte “pesimista” o “sombría” es ejemplificada
por Sabino Aquaviva en El eclipse de
lo sagrado en la civilización
industrial:
“Desde el punto de vista
religioso, la humanidad ha entrado en una larga noche que, a medida que van
pasando las generaciones, va siendo cada vez más oscura, y cuyo fin aún no
puede divisarse” (Aquaviva, 1979, p. 201).
Enfrentada
a esta visión, se lanzó la tesis de la “imposibilidad” de la secularización,
enarbolada por aquellos que alegaban que si la religión se define únicamente en
términos de una práctica institucional, la secularización significará la
decadencia de la iglesia en términos de adeptos y asistencia al culto (retrato
parcialmente fiel de la Europa de la posguerra); pero si se define la religión
en función de un cierto quantum
de religiosidad presente (y tal vez irreducible) en cada individuo, la
secularización sería imposible
en principio, y habría que reducir el uso del término para indicar los diversos
contenidos que puede asumir este “rasgo universal de la psicología humana”
(Hill, op. cit., pp. 285-286).
Se haría
necesario un análisis detallado de los distintos significados del término para
encontrar una definición coherente que contribuyera a una teoría plausible de
la secularización. Baste aquí mencionar que ese trabajo ya ha sido intentado y
desarrollado desde hace más de 30 años. Por ejemplo, L. Shiner (1967) propuso
distinguir entre al menos seis significados del término en cuestión: a) decadencia de la religión; b)
cambio de actitud y orientación: del rechazo del mundo a su aceptación; c)
separación entre religión y sociedad, que se articula con el concepto funcional
de “diferenciación”, e incluso con la idea weberiana de autonomía de esferas de valor; d) transposición de creencias
y actividades, relacionado sobre todo con conceptos como el de religiosidad
sustitutiva, estructurada con base en “equivalentes funcionales” de lo
religioso tradicional; e) desencantamiento (o desacralización) del mundo; f) transición de una sociedad
“sacra” a una “secular”, en términos de la relativa apertura o cerrazón al
cambio cultural, de la rearticulación simbólico-religiosa de la tensión entre
el campo y la ciudad, o incluso apelando a una suerte de “rescate” de la
contraposición entre el hombre “primitivo” (religioso por “naturaleza”) y el
hombre moderno (para quien la religión se convierte en una suerte de
epifenómeno).
Ante tal
multiplicidad de significados, y para fines del presente análisis, me limito a
retomar dos hipótesis que me parecen esclarecedoras con respecto a la idea de
la secularización:
1. La
secularización constituye un proceso multívoco y multicausal que combina la permanencia de lo tradicional, la
baja tendencial en la normatividad
institucional, la diversificación
de las confesionalidades, y la reidentificación
y resignificación individual
de los contenidos simbólico-religiosos. Esta pluralidad de procesos remiten a
la relocalización y reformulación de la naturaleza de
lo religioso en nuestras sociedades, más bien que a su desaparición. (Cf. De la
Torre, Dorantes, Fortuny, y Gutiérrez, 1997, pp. 130-132).
2. El
“resurgimiento” de lo religioso a escala global, que alguien como Harvey Cox
ubica a principios de la década de los ‘80, tiene una innegable e inédita —si
bien indeterminada— significación
política (desde el Papa Juan Pablo ii;
Jerry Falwell, la “Moral Majority” y la “Nueva Derecha” norteamericana, hasta
Ernesto Cardenal y las teologías de la liberación); lo cual refuta aquél
corolario apresurado que afirmaba que cualquier tipo de religiosidad que
lograra “sobrevivir” al embate de la modernidad, habría de reducirse a la
esfera “privada” e individual, sin tener ya ninguna incidencia en el ámbito de
lo público (Cox, 1985). Esto último adquiere dimensiones dramáticas en América
Latina, donde la religión nunca se ha reducido a la esfera privada (Cf. Parker,
1993), y donde, en consecuencia, la esfera pública y las creencias y prácticas
religiosas han interactuado e interactúan en forma abigarrada y compleja.
Hay quien
incluso ha radicalizado las últimas consideraciones, como Pedro Carrasco (véase
Carrasco, 1991), quien llega a considerar el campo religioso como “una
instancia administradora de creencia entre
otras”, cuyos contenidos simbólicos e imaginarios modelados por
representaciones religiosas de la salvación pueden ser reformulados y aún
substituidos por visiones políticas del cambio social, esto es, por “un
discurso de salvación, igualmente mítico, que fundamentado sobre los principios
metodológicos de una cierta racionalidad occidental substituye al primero”; de
modo que el campo de la creencia puede ser analizado desde una perspectiva “más
amplia”, incluyendo al Estado, y en general a los actores políticos como
instancias activas. Así, América Latina, y México en particular, darían cuenta
de la configuración de una instancia hegemónica de gestión de las creencias, el
Estado, cuya irrupción histórica en el campo religioso habría apuntado en la
dirección de aquella substitución y la consecuente subordinación de lo
religioso a lo “secular”, configurando lo que se ha dado en llamar la religión cívica del Estado (Ibid., pp. 8-9). Estaríamos así ante una
“paradoja” de la modernidad mexicana, a la vez que en un impasse de la misma, ya que de acuerdo con esta tesis, el
futuro de la pluralización, y por ende la democratización del espacio de
gestión de las creencias en general dependerá de que fracase o al menos sea
restringido este “proyecto” tendencial de substitución y subordinación de lo religioso
a los imperativos de la constelación de poder arraigada en las estructuras
estatales.
En este
sentido, y en buena medida a contracorriente de las interpretaciones dominantes
en muchos de los estudios sociológicos e historiográficos sobre el proceso de
secularización y el arribo de la laicidad en México, cabría reconocer que el
campo religioso en nuestro país no ha estado —al igual que otros ámbitos de la
vida social— libre de la injerencia y el intervencionismo estatales, ya que,
según Roberto Blancarte (Blancarte, 2001), desde el siglo xvi factores como la endémica escasez
de sacerdotes católicos en proporción al tamaño de la población, la compleja
imbricación entre las estructuras eclesiales y las del Estado colonial, y los
saldos del esquema del Patronato en la tradición jurisdiccional condicionaron
las relaciones de la Iglesia católica con dicho Estado de tal modo que aquella
era una “Iglesia dentro del Estado”, que no se situaba “frente” a dicho poder
en la medida en que no establecía con él una relación de competencia, sino de
cooperación, incluso de subordinación, contribuyendo así a la consolidación del
Patronato y de un arraigado jurisdiccionalismo (Ibid., p. 849). Dichas características del Ancien Régime, que se extendieron hasta mediados del siglo xix, seguirían, de acuerdo con
Blancarte, “marcando la laicidad mexicana”, de modo que cabría cuestionarse
“si, de algún modo, la nostalgia del Patronato y la tentación del
jurisdiccionalismo siguen existiendo” (Idem).
Así, la
compleja imbricación entre el poder terrenal del Estado y el poder simbólico
detentado por más de tres siglos por la Iglesia católica dio origen a la
estructuración de un campo religioso intervenido
desde las estructuras estatales, y cuyo correlato estaba en la nostalgia y la
tentación mencionadas por Blancarte, situación que habría de dar necesariamente
origen a la conocida pugna entre ambas instancias de poder una vez que las
elites liberales decimonónicas decidieron reorientar el fundamento y las
funciones políticas del Estado al concebir un proyecto de nación moderno y
republicano, lo cual tenía que chocar frontalmente con la visión premoderna,
ultramontana y patrimonialista en que la Iglesia católica se había
desarrollado, y que legitimaba el rol hegemónico y los privilegios que detentó
por mucho tiempo en la vida social del país. El naciente Estado liberal
republicano —matriz histórica del actual Estado mexicano— no sólo perdió
entonces el apoyo de lo que fue un poderoso aliado del fenecido Estado
colonial, sino que ganó un formidable adversario atrincherado desde entonces en
una intolerante beligerancia contra las medidas secularizadoras del Estado,
contra la laicidad como condición y eje rector de la vida pública del país, y
contra la pluralización del campo religioso mexicano.
De aquí la
importancia de la valoración y el dimensionamiento del papel (aunque sea
modesto) que las culturas políticas subalternas, y en particular las detentadas
por disidentes religiosos jugaron en el surgimiento y la difusión de un ethos democrático acorde con los
objetivos modernizadores y secularizadores del emergente proyecto nacional, así
como del impacto y la relevancia políticas que para el actual debate sobre la
laicidad, la secularización y el pluralismo tiene la recuperación y promoción
de tal ethos.
Disidencia
religiosa y ethos democrático
En virtud del rápido crecimiento y difusión de las
sociedades protestantes en México, sobre todo desde la década de los ’50, su importancia
y “legitimidad” como objeto de estudio ha venido ganando terreno entre los
académicos, si bien este reconocimiento es un fenómeno reciente que no va más
allá de tres lustros. Aparte de los estudios etnográficos, ha sido sobre todo
en el terreno de la historiografía de los grupos evangélicos y protestantes que
se ha ganado cierta claridad en cuanto a los principales rasgos socioculturales
distintivos de dichas asociaciones disidentes del catolicismo.
Por
principio de cuentas, los orígenes históricos de los protestantes mexicanos no
pueden ser reducidos a factores exógenos (como tradicional y popularmente se
cree), sino deben ser explicados fundamentalmente en términos de factores
endógenos (Cf. Bastian, 1994); esto es, no fueron los misioneros protestantes
anglosajones los que simplemente “transplantaron” en México una religión
extraña a las tradiciones y patrones socioculturales desde el último tercio del
siglo xix. Esta imagen popular y
pseudocientífica implicaría un proceso mecánico de aculturación que, además de
poco probable, habría dado origen a un mapa y una dinámica sociorreligiosa muy
distinta a la que ha caracterizado desde entonces al país. Esta génesis se
inscribe en una dinámica generalizada de surgimiento de nuevas asociatividades,
que emergieron del ocaso de la sociedad tradicional y estamental, y que
facilitó a sectores sociales en transición el acceso a formas modernas de
asociación (no patriarcales ni jerárquicas), educación, vías emergentes de
participación cívico-política, y un nuevo conjunto de referentes valorativos e
identitarios; esto es, un ethos
protestante específico caracterizado (en términos algo esquemáticos) por una
ética del trabajo, el ahorro y el estudio; una actitud “ilustrada” hacia su
entorno y realidad sociopolítica; una actitud puritana de moderación e higiene;
una conciencia de “cambio interior” o regeneración moral que les hacía asumirse
como “hombres nuevos”, y un sentimiento de vocación misionera que los hacía
concebirse como llamados a propiciar la reforma moral y religiosa de su entorno
social. Cabe destacar que la recepción de tal ethos por parte de los protestantes “autóctonos” fue todo
menos pasiva desde sus orígenes, ya que tanto las tendencias “socializantes” y
modernizadoras, como los rasgos “espirituales” y puritanos de aquella matriz
valorativa-identitaria nunca fueron asimilados homogéneamente en bloque o de forma acrítica totalmente (Véanse
Bastian, 1989; y Ruiz, 1992).
Ahora
bien, a pesar del grado de identificación y compenetración —propiciados por la
confluencia del ethos
religioso disidente y la estructuración laica del Estado mexicano mencionada
anteriormente— que se llegó a dar entre el proyecto liberal de modernización y
el protestantismo mexicano desde la segunda mitad del siglo xix, esta articulación no se tradujo en
un fenómeno de “generalización” de la disidencia religiosa en el país, lo cual,
según Jean-Pierre Bastian tuvo consecuencias de envergadura no sólo en México,
sino en todo el Subcontinente:
“En América Latina, la
modernidad liberal no pudo asentarse en una reforma religiosa que habría
permitido, andando el tiempo, una mutación de las mentalidades corporativas.
Quizá a ello se debe en gran parte, que a continuación de los ensayos de
reforma democrática surgieran los liberalismos autoritarios y oligárquicos, los
populismos neocorporativos y los caudillismos de todo tipo” (Bastian, 1994, p.
283).
A la par
de esto, se diluyó el potencial transformador del ethos protestante al transformarse estos disidentes religiosos,
de minorías activas en minorías recluidas que virtualmente se “ausentaron” de
la esfera pública durante décadas —al menos desde los años treintas del siglo
XX—, hasta que el momento del repunte de su crecimiento numérico (sobre todo de
los grupos pentecostales que no siempre se asumían plenamente como protestantes
o evangélicos) confluyó con los cambios constitucionales y legales en materia
religiosa que en 1992 otorgaron el reconocimiento jurídico a las iglesias por
parte del Estado. Esto se tradujo en una paradójica dinámica de “desregulación”
del mercado religioso signada no obstante por la emergencia de un nuevo
protagonismo político de los actores religiosos, en particular de la jerarquía
católica. Este nuevo protagonismo, signado por la obvia asimetría manifiesta
entre la eficacia e influencia desplegadas por los jerarcas de la religión
mayoritaria y la incipiente capacidad de incidencia de las minorías evangélicas
en la esfera pública nacional, ha hecho patente las dificultades que los evangélicos
tienen para recuperar y actualizar los elementos dinámicos de su herencia
político-cultural.
En este
sentido, cabe recordar algunas de las interpretaciones que se han propuesto en
torno a dicha pérdida de referentes y de orientación por parte de algunos
estudiosos del fenómeno protestante en México. En primer término, según Luis
Scott (1996) se pueden distinguir tres
modelos históricos de participación política de los evangélicos mexicanos, que
él denomina haciendo referencia a metáforas bíblicas: a) “sal de la tierra”,
que implica un compromiso activo en la transformación de la sociedad; b) “salir
de la tierra”, que es equivalente a la “huelga social”; y c) “tierra salada”,
en el que priva una relación clientelar y acomodaticia con el poder, refuncionalizando
los esquemas corporativos tradicionales. Tras enfatizar que las causas de la
huelga social son más bien exógenas —la adopción, incluso importación de un
discurso teológico “anti-mundo” y la rearticulación de posturas morales
fundamentalistas, cuya influencia declinante estaría sujeta a discusión—, Scott
asume en forma optimista que los “evangélicos han recuperado una teología
‘conversionista’ que permite, y aún fomenta el activismo político. Como
resultado, con menos y menos frecuencia los evangélicos mexicanos abandonarán
las esferas públicas de la sociedad. Sus opciones serán ‘sal de la tierra’ o
‘tierra salada’” (Ibid., p. 329). De
acuerdo con lo anterior, y a la luz del presunto declive de los mencionados
factores exógenos de dicha huelga social, el principio de separación entre el
Estado y las iglesias no sería ya interpretado como alejamiento de la política.
Por su
parte, Rubén Ruiz Guerra (1996), al analizar el contenido “constitucional” de
las formas internas de gobierno de tres Iglesias protestantes “históricas” (la
metodista, la presbiteriana y la bautista) destaca los siguientes rasgos: a) a
pesar de tener estructuras y doctrinas distintas las tres se autodefinen como
organismos democráticos (incluso dos de ellas como “no conformistas”), en
virtud de la prevalencia de relaciones y vínculos voluntarios en el interior de
sus congregaciones, del ejercicio de la “soberanía” congregacional (al menos
formalmente), de la existencia y operación de estructuras de consulta y toma de
decisiones, así como del ejercicio del gobierno y la administración eclesial
por cuerpos colegiados en los que (formalmente) laicos y ministros participan
en un plano de igualdad; b) el papel central del individuo, tanto en las tareas sustantivas (que tienen que
ver con la misión evangélica
de la Iglesia), como en las tareas de gobierno y administración interna, en el
seno de unas estructuras democráticas concebidas como las “ideales para
gobernar”, incluso a la sociedad global. En ese sentido, afirma Ruiz, las
prácticas democráticas “no han desaparecido por completo” (Ibid., pp. 337-339) y proveen aún el campo propicio para el
“aprendizaje” político que capacitaría a los fieles para desempeñarse como
“buenos ciudadanos”. Sin embargo, destaca la paradoja de que siendo instituciones
de “forma” democrática, “la democracia, en el sentido más amplio del término,
no parece ser su principal preocupación social”, y “no buscan producir una
reflexión y una conciencia democráticas en el todo de la sociedad” (Ibid., pp. 339, 342). Esto es, contra lo
que parece implicar la interpretación de Scott, se entiende que “separación
Estado-Iglesia” es equivalente a “la iglesia no hace política”. Por otra parte,
al evaluar su rol como “productoras de bases políticas”, Ruiz afirma que su
utilidad ha sido “escasa, si no es que nula”, que aunada al apoliticismo y
“docilidad” recurrentes (que ya son formas de posicionarse políticamente) ante
los gobiernos en turno dan “motivos suficientes para no buscar inclinar a nadie
ni a favor ni en contra del régimen” (Ibid.,
p. 341), además de que la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público
vigente desde 1992 prohíbe expresamente el proselitismo y el involucramiento
activo por parte de los ministros de culto en la política.
Así, pese
al predominio entre muchos evangélicos —mayormente entre los pentecostales— de
la imagen de la política como algo “mundano” y reprobable, reflejo de la maldad
y la corrupción humanas, al parecer va ganando terreno, en forma aún incipiente
y sólo en una minoría de ellos una actitud diferente, que busca recuperar el
imaginario juarista y nacionalista como eje orientador de una nueva actitud de
responsabilidad política que no descarta la acción partidista ni la
participación en las estructuras de gobierno (Garma, 2000, pp. 188-192).[1] En la medida en que sean capaces de rearticular dicho
imaginario libertario y democrático para proponer alternativas viables de
deliberación pública y acción política, serán capaces de hacer una contribución
neta a la configuración de un ethos
democrático en México, emulando tal vez —con rasgos propios y únicos, claro
está— la experiencia europea, para la cual, según Ernst Troeltsch, el aporte
del protestantismo a la vida política y la cultura procedió “en un principio”
de un pensamiento puramente religioso, que luego fue secularizado y “ha
preparado las vías de la libertad moderna” (Troeltsch, 1979, p. 69).
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Harper and Row. (Existe versión castellana: El eclipse de lo sagrado en la sociedad
industrial, Bilbao, Mensajero, 1982).
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Fraternidad Teológica Latinoamericana - www.fratela.org
Revista electrónica Espacio de Diálogo, (Fraternidad
Teológica Latinoamericana), núm. 1, septiembre-diciembre del 2004, www.cenpromex.org.mx/revista_ftl/num_1
[1] En torno al concepto de imaginario político véanse
Echegollen, 1998a y 1998b. Sobre algunos elementos del ideario político
evangélico parte de ese imaginario véase Echegollen, 1995.