¡NUESTRA MISIÓN, HOY!
El capítulo 28 del evangelio de Mateo comienza con el anuncio de la
resurrección de Jesús por un ángel (versos 1-7). Continúa con dos relatos que sólo
se encuentran en este Evangelio: 1) la adoración de las mujeres a Jesús
resucitado y el mensaje que Él les envía a sus discípulos; y 2) el relato que
trata del soborno que recibieron los soldados para hacer público, que los
discípulos de Jesús robaron su cadáver durante la noche (v. 28.11-15). Culmina
con el encargo misionero mundial que les da Jesús a los once (v. 28.16-20).
Leamos ahora San Mateo 28.11-20. Las mujeres van hacia el encuentro de
los discípulos con el mensaje que Jesús les había confiado: “Vayan a decir a
mis hermanos que se dirijan a Galilea, y que allá me verán” (v. 28.10b). Vemos
también, cómo los discípulos, a quienes el Señor se ha referido como “sus
hermanos”, emprenden la peregrinación hacia Galilea. Seguro que ahora sí
recordaban, que en tres oportunidades, el Maestro les había dicho que
resucitaría después de su asesinato (Mt. 16.21; 17.22-23; 20.17-19); y en la
cuarta oportunidad el lugar dónde se encontrarían (Mt. 26.31-32).
La pregunta es legítima porque el evangelista Mateo, a través de los
capítulos precedentes nos ha informado de ella (Cf. 16.18 y 18.17), y de su
diferencia y tensiones con el “Israel en la carne”. Como hemos de ver, la
distinción es sustantiva. En ese domingo, los discípulos, hermanos de Cristo,
están en camino hacia el monte del encuentro con Jesús. Esa procesión de
peregrinos que acudía a la cita con Jesús era “la congregación del Dios
viviente”; sin embargo, esa congregación no estaba donde casi todo el mundo de
su época hubiera pensado encontrarla, en los recintos del templo de Jerusalén,
sino en el polvoriento camino hacia el monte en Galilea.
Veamos más de cerca Mt. 28.11-15. Las testigos de la resurrección, “María
Magdalena y la otra María”, van con el mensaje del Señor a sus condiscípulos,
recordándoles la invitación que el ángel primero les había dado, y que luego
fuera reiterada por Jesús, en el sentido de que lo encontrarían en Galilea.
Jesús les hizo recordar también que pertenecían a Su familia, que eran Sus
“hermanos”. Estas testigos de Cristo, con su mensaje fraterno, contrastan
fuertemente con el complot que urdían en el templo los profesionales de la
religión, “los jefes de los sacerdotes” con “los ancianos”. La religión
institucionalizada en contra de la comunidad en el camino.
La jerarquía judía de Israel había
dejado de ser la conductora de la congregación del Dios viviente, “columna y
baluarte de la verdad”. Se había desvirtuado buscando soluciones a través de la
intriga y la politiquería religiosa. Se había convertido en creadora y
sustentadora de la mentira (Mt. 28.12-13). Además, era la malversadora de los
dineros del pueblo creyente porque “dieron mucho dinero a los soldados” (v.
12). En resumen, se había constituido en la promotora de la mentira: “Ustedes
digan que durante la noche, mientras ustedes dormían, los discípulos de Jesús
vinieron y robaron el cuerpo” (v. 13). Y con su indigna conducta hacían
naufragar la vida espiritual de su pueblo.
La
jerarquía religiosa no aceptaba el más grande de los grandes hechos poderosos
de Dios: La resurrección de Jesús. No
aceptaba el milagro, no aceptaba la intervención poderosa de Dios en la
historia humana. Más bien, inventan cuentos infantiles, como que una guardia
romana vigorosa, disciplinada, valiente y armada hasta los dientes, se había
quedado dormida; y que un puñado de temerosos y pusilánimes judíos, desarmados
y huidizos, en una hazaña de valor inconcebible, habían removido la enorme
piedra, robado y sepultado en otro lado el cadáver… y más tarde, con un cinismo
imperturbable, estaban dispuestos a predicar su engaño y dar su vida por su
gran estafa.
No olvidemos que los principales
sacerdotes en el tiempo de Jesús pertenecían a la secta de los saduceos. Secta
de gente rica, al servicio del imperio romano, aliados de los que detentaban el
poder político y económico, que aceptaban sólo en el Pentateuco y no creían en
la resurrección ni en la realidad del mundo espiritual;… pero,… vivían a
expensas de la religión (Cf. Hch. 23.8).
La jerarquía religiosa judía reconciliaba a los seres humanos al costo
de la verdad: “Y si el gobernador se entera de esto, nosotros lo convenceremos,
y a ustedes les evitaremos dificultades” (v.14). Sin duda alguna, ésta es la
expresión más acabada de la religión de los poderosos. La que trama mentiras,
la que tiene acceso a los gobernantes, la que hace relaciones públicas
convincentes, con mentiras; la que salva a los hombres de los hombres, la que
corrompe y fabrica secuaces asalariados, pero no creyentes en el Dios vivo y
verdadero: “Los soldados recibieron el dinero e hicieron lo que se les había
dicho” (v. 15a). Es la religión que promueve una espiritualidad sin
trascendencia, pero no tiene ni la autoridad ni el poder para guiar al pueblo
hacia la auténtica fe en el Dios viviente: “Y esta es la explicación que hasta
el día de hoy circula entre los judíos” (v. 15b).
¿Dónde estaba la Iglesia? No estaba
donde la gente veía la religión. No estaba en el templo de Jerusalén, sino en
el grupo variado que con un común propósito avanzaba camino a Galilea. No
estaba en la componenda de la mentira, sino en el testimonio de la verdad. No
estaba en la jerarquía instalada y poderosa, encubridora de la verdad; estaba
en la comunidad formada por mujeres sencillas, testigos del resucitado y en los
hombres humildes que iban al encuentro del resucitado.
Acerquémonos
ahora a Mt. 28.16-17. Las versiones de la Biblia de Jerusalén y la
Latinoamericana traducen con claridad el adversativo con que comienza esta
sección. El adversativo es contundente: “Por su parte”. Hace clara la
distinción entre lo que pasaba en Jerusalén y los caminantes hacia el cerro del
encuentro. Aquellos estaban en contra y estos van al encuentro.
El pasaje nos hace recordar a Moisés en
el monte Nebo, quien desde la cumbre del Pisgá mira hacia los cuatro puntos
cardinales la Tierra Prometida en la cual no entrará. Aquí tenemos ahora a Jesús en el monte en el
cual prometió que lo encontrarían, ordenando a sus discípulos la conquista de
mundo. Moisés, el legislador, fue sepultado, Jesús el redentor dejó la
sepultura y se reúne con los suyos y les da órdenes. Las órdenes no se dirigen
a un individuo, como antes Dios se las dio a Moisés, y luego a Josué, sino
ahora sus órdenes van a una comunidad: su
comunidad. Es importante recordar que la Iglesia antes de ser
institución fue comunidad. La comunión de los discípulos es condición esencial
para la misión. De manera que el paso primero de la misión es reunir discípulos.
Esa
gente en camino hacia el gran encuentro con el crucificado y resucitado era una
comunidad expectante: “Así pues, los once discípulos se fueron a Galilea” (v.
16a). Ese pequeño grupo de discípulos avanzaba hacia el lugar de la cita con un
fuerte sentido de expectación. Su expectativa estaba fundada en la promesa de
Jesús: “Y allá me verán”. En sus mentes acudirían cual centellas preguntas como
éstas: ¿Lo veremos nuevamente? ¿Nos estará esperando? ¿Estará, en realidad,
otra vez con nosotros? ¿Habrá resucitado como nos dijo? ¡Sí! La Iglesia
cristiana desde su comienzo ha sido una comunidad que espera lo imposible,
porque su esperanza está fundada en la promesa de un Dios invicto, y no en
optimismos humanos que nos defraudan. Donde hay promesa de Dios allí hay
esperanza. La Iglesia ha sido, es y debe ser “prisionera de la esperanza”. Al
Señor lo encontraremos dónde Él prometió estar, y en ningún otro lugar.
La
promesa de Jesús lleva también una orden: “...al cerro que Jesús les había
indicado” (16b). Y ellos la obedecieron. Escuchamos aquí los ecos lejanos y
vivos, de la voz que le dijo a Abram: “Sal de tu tierra y de tu parentela… Y
Abram salió” (Gn. 12.1-3). La obediencia de la fe hace que la promesa se
convierta en realidad. La Iglesia sólo se encontrará con su Señor, cuando
obediente a Él, lo busque donde Él ha ofrecido estar: En Su Palabra, en el
culto, en la eucaristía, en la oración, en los niños, en los necesitados, en la
misión. Fe y obediencia son las dos realidades sustantivas del seguimiento de
Cristo. Creencia sin obediencia deviene en cinismo. Obediencia sin creencia en
legalismo deshumanizante.
A
la comunidad expectante y obediente la encontramos en adoración. “Vieron a
Jesús y lo adoraron”. Similar y conmovedora experiencia tuvieron las mujeres,
“Ellas se acercaron a Jesús y lo adoraron, abrazándole los pies…” (v. 28.9).
Esta secuencia de promesa y obediencia en adoración la hallamos a través de las
Escrituras. Dios ordena y promete, el ser humano cree y obedece; el Señor se
revela y ser humano adora: Volvemos al padre de la fe: “Y allí el Señor se le
apareció y le dijo:…Entonces Abram construyó un altar en honor del Señor” (Gn.
12.7-8).
¡Prestemos atención! Estas y estos que
se postran reverentes ante el Cristo resucitado son judíos, como tales sólo adoraban
a Dios, ahora adoran a Jesús resucitado. Jesús es Dios humanado, con un cuerpo
glorificado. Frente a la majestad de la persona y el impresionante
acontecimiento, no hay preguntas, no hay palabras, hay asombro, hay solemnidad,
hay sobrecogimiento. Mateo lo pone en dos palabras: “lo adoraron”.
Era
una comunidad expectante, obediente, adorante, …pero imperfecta. Desde su
inicio la Iglesia no ha sido perfecta. La raíz de su imperfección siempre ha
sido y será la falta de fe. El texto dice: “lo adoraron aunque
algunos dudaban”. Es muy importante entender la imperfección de la Iglesia no
para justificarla, o para pasarla por alto a cuenta de su humanidad, sino para
superarla. Es importante comprenderla también, para no pensar que existe aquí
en la tierra una Iglesia perfecta, de la cual muchas personas andan en busca y
como no la pueden encontrar, se quedan huérfanos, sin un hogar espiritual.
Basta decir por ahora, que mientras personas como nosotros formemos parte de la
Iglesia, ésta no ha de ser perfecta.
Frente a la realidad de la presencia
del resucitado, Mateo nos dice: “aunque algunos dudaban”. No todos
habían flaqueado en su fe, eran “algunos”.
Estos dudaban, no estaban seguros de lo que veían. Tal vez la realidad superaba
en forma superlativa todas sus expectativas. No sabían si lo que veían era
cierto o no. Quizás les costó inicialmente adorarlo, porque la adoración era
sólo a Dios. En realidad no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que “algunos dudaron”; es decir, habían
caído en la incertidumbre y en la irresolución, porque no hay nada más
paralizante que la duda.
Afortunadamente
el pasaje no concluye aquí. Se nos dice enseguida, cómo estos discípulos
dudaron sus dudas, cómo volvieron a la fe, cómo se afirmaron en la confianza en
que su Señor era su Dios: “Jesús se
acercó a ellos y les dijo”. La presencia y la palabra de Jesús devolvieron la fe a estos hombres. Los creyentes siempre
necesitamos cultivar la presencia de Jesús y escuchar su palabra para
desarrollarnos como cristianos. Jesús resucitado se acerca a ellos, su
presencia es real, y les habla, su palabra es luz y fuego.
Luz para que entiendan quien es Él: “Dios me ha dado toda autoridad en el cielo
y en la tierra”. Jesús es el Señor soberano del universo. La autoridad
que ha recibido de su Padre es total: “toda autoridad”. Sin duda nada puede estar fuera del poder
de quien murió y conquistó la muerte. Él es Señor sobre la realidad espiritual,
sobre la realidad humana y sobre la realidad material. Él es el Señor del
destino eterno y del destino histórico. Ahora ellos eran los siervos de un
Señor cuya autoridad sobre el cielo y la tierra era incuestionable. Jesús les
aseguraba de su poder.
Pero
su palabra también es fuego: “Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones,
y háganlas mis discípulos”. El “pues” le quita fuerza al texto, mejor
traducción es: “Por eso” (versión LA), o “por lo tanto” (versión RV). Es decir,
porque yo soy Señor sobre todo y sobre todos, “vayan… y háganlas mis discípulos”. Estas palabras deben haber
conmovido hasta sus cimientos a estos once humildes galileos. ¡Eran enviados a
conquistar el mundo para Cristo! Mientras ellos escuchaban estas palabras sus
corazones estarían desfalleciendo. Pero pronto vendría la promesa.
La misión de la Iglesia tiene el futuro
asegurado porque Jesús es el Señor soberano del universo. La tarea es mundial,
“a todas las naciones”.
La tarea consiste no en hacer conversos, sino discípulos de Jesús, sus
seguidores. El Señor prosigue este su último discurso, indicando que sus
discípulos deben ser bautizados con la fórmula trinitaria y se les debe
“enseñar a obedecer todo lo que
les he mandado a ustedes”. Los discípulos, reunidos, no sólo recibieron la
seguridad del poder de Cristo, sino que les dio una comisión: hacer discípulos y ser discípulos de Cristo.
Ahora completamos los tres movimientos de la espiral de la misión: reunir
discípulos, hacer discípulos y ser discípulos
Jesús
hace una promesa final a sus discípulos, quienes deben haber estado con el
aliento detenido: “Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el
fin del mundo”. El “vayan” inicial,
puede ser traducido también, “mientras van” o “mientras están yendo”. Esto
significa que el Señor estará acompañando a los discípulos mientras ellos están
cumpliendo la tarea que les ha encargado: “hacer discípulos”.
San Pablo escribe sobre “la tradición dejada por el Señor”: “De
manera que, hasta que venga el Señor, ustedes proclaman su muerte cada vez que
comen de este pan y beben de esta copa” (1 Cor. 11.26). La muerte de
Cristo es del corazón de evangelio de la gracia de Dios y debe ser anunciada por la predicación y por el sacramento
hasta que Cristo venga otra vez, que es otra manera de decir, “hasta el fin del mundo”. ¡Qué mejor
manera de decir, que su Iglesia seguirá formándose hasta el último día de la
paciencia de Dios! ¡Qué mejor manera de decir, que laborar por la edificación
del cuerpo de Cristo para bendecir al mundo es la única empresa humana con
futuro!
El Señor resucitado promete estar con
los suyos “todos los días”
mientras estamos haciendo discípulos suyos. Reunamos, hagamos y seamos discípulos
allí, en el lugar donde el Señor nos ha puesto. Nuestra contribución tiene un
lugar importante e insustituible, en el concierto total de lo que nuestro Dios
está realizando para bendecir a este mundo a través de Su Iglesia —de nosotros—
y consumar la liberación de toda la creación (Ro. 8.18-25). Recordemos el
fundamento y las columnas de la misión: Toda autoridad… todas las naciones…
“que guarden todas las cosas y todos los días”.
El Señor envió a los discípulos a
conquistar el mundo —y a nosotros también nos envía—, a cumplir la tarea más
importante de la historia, pero con ellos ha ido también la presencia más
importante del universo.
Finalmente,
¿cómo debemos manifestar nuestro compromiso con Cristo hoy día, con su
comunidad y con su mundo? Terminamos esta reflexión con tres preguntas:
·
¿En qué formas podemos cumplir con la Misión de
Cristo en el contexto del mundo actual, de nuestro país y nuestra comunidad, de
nuestra familia y de nuestro trabajo?
·
¿Qué esperanza nos da esta Palabra del Señor mientras
buscamos ser seguidores de Jesús?
·
¿En qué forma el Evangelio de Mateo ha cambiado
nuestros puntos de vista, de Jesús como el Mesías, del Reino de Dios, de la
misión de Jesús y de la nuestra?
© Fraternidad Teológica
Latinoamericana - www.fratela.org
Revista electrónica Espacio de Diálogo, (Fraternidad Teológica Latinoamericana)
núm. 2, abril del 2005, www.cenpromex.org.mx/revista_ftl
NOTAS
*
Peruano. Co-fundador de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Presidente de
la Sociedad Bíblica Peruana.