LA MISIÓN INTEGRAL: TREINTA Y CINCO AÑOS DESPUÉS*

 

Harold Segura**

 

 

Una cosa es haber andado más camino y otra,

haber caminado más despacio”

San Agustín

 

 

La misión Integral en América Latina es una joven madura en la plenitud de su cuarta década. De padres evangélicos y de cuna teológica conservadora, nació con el encargo de ser mediadora entre dos hermanas de la misma familia que hasta entonces habían permanecido distanciadas: la evangelización y la responsabilidad social. Así como en la narración del escritor inglés Robert Luis Stevenson, eran dos hermanas solteronas que habían decidido no dirigirse jamás la palabra y, aunque vivían en una misma casa, una línea divisoria hecha con tiza separaba sus dos dominios. Cada una se cuidaba de no violar el territorio de la otra.

 

          En lo que corresponde a América Latina y el Caribe, a la Fraternidad Teológica Latinoamericana le cabe el gusto de haberla visto nacer en su seno y de alimentarla durante sus primeros años. René Padilla, uno de sus progenitores, dice que su nacimiento “fue el resultado de una toma de conciencia de la necesidad de volver al texto bíblico en busca de elementos que ayudaran al pueblo de Dios a cumplir su papel en la historia a la luz de su compromiso con Jesucristo y de su situación concreta”.[1]

 

          Para ser honestos con la historia de la criatura es justo reconocer que su genealogía es extensa y está conectada a una amplia lista de predecesores. Los hay allí donde la fe ha resistido a la vieja tentación del reduccionismo misionero y como respuesta ha integrado la diaconía a la evangelización, la función profética a la acción pastoral y la reforma social al avivamiento religioso. Siempre que la fe ha porfiado por ser fiel al modelo misionero proclamado por Jesús en su sinagoga de Nazareth, allí hay precedentes de lo que se conoce hoy como misión integral.

 

          A propósito, en cuanto al nombre ha habido acuerdos para llamarla “misión Integral”, aunque no faltan quienes se dirigen a ella también como “misión holística”, o “diaconía integral”, o “ministerio transformador”, o “evangelio integral”. Al respecto, la Red Miqueas, que reúne más de 260 organizaciones cristianas de compromiso social, acordó, para facilitar su comunicación, la expresión misión integral, la que definió como la proclamación del evangelio unida a su demostración. No simplemente como si la evangelización y el compromiso social tengan que llevarse a cabo juntas, sino comprendiendo las consecuencias sociales de la evangelización y las consecuencias evangelizadoras del compromiso social.

 

          Hoy, después de cumplir más de treinta y cinco años en su versión latinoamericana, como a todos nos pasa, también a ella le ha llegado la edad de las valoraciones críticas y de las reflexiones acerca de lo que ha sido su intenso trajinar. La pertinencia de esta evaluación está más que justificada: el continente ha experimentado profundos cambios en las últimas décadas y las iglesias evangélicas ensayan nuevos y complejos rostros al iniciar este milenio. Los interlocutores de la misión no son los mismos de las décadas pasadas, ni los esquemas eclesiológicos tradicionales son suficientes para describir las realidades diversas de las iglesias en la región. La valoración se hace necesaria.

 

          Se puede comenzar señalando que “hay buenas razones para afirmar que la idea de la misión integral está instalada en el pueblo evangélico latinoamericano”.[2] Si bien es cierto que en sus primeros años generó la oposición de los sectores más conservadores, también es cierto que ahora cuenta con el beneplácito de muchos y forma parte del discurso público de las iglesias. Años atrás la pregunta era: ¿qué significa la misión integral?, y aún desconociendo la respuesta se asociaba a sus promotores con el “fantasma” de la teología de la liberación. Hoy la pregunta es otra: ¿cómo se hace la misión integral y cuál es el modelo que se debe seguir? Ante el desproporcionado crecimiento de la pobreza, los altos índices de la violencia, los efectos devastadores de la globalización y la permanencia de otros males sociales, muchas iglesias comprobaron, con no poca decepción, cuán débil había sido el efecto de su crecimiento numérico para la transformación efectiva de la sociedad. La vieja ecuación de que a mayor número de evangélicos correspondía una reducción directa de los males sociales, fue sólo una quimera. ¡La candidez evangélica reincidió a favor de una nueva frustración!

 

          Por la vía de las decepciones, en muchos casos, se ha llegado a la consideración de marcos misionológicos más amplios y contextualizados. En otros casos ha sido por un examen honesto de las Escrituras o por un despertamiento espiritual o una toma de conciencia que orienta a las iglesias a favor de los más necesitados. Por diferentes caminos se ha llegado a reconocer que la tarea de las iglesias está más allá de las necesidades del alma desencarnada y tiene que ver también con las demás necesidades humanas y de toda la creación.

 

          El peregrinaje de la misión integral arroja un balance positivo: en el campo de la educación teológica ha tenido una incidencia significativa, en la producción bibliográfica también. Se han abierto cientos de nuevos ministerios con proyección social dirigidas a los sectores más necesitados. La función profética, aunque escasa, no ha estado ausente. Hay avances y por eso hay razón en afirmar que está instalada.

 

          Está instalada, es cierto, aunque no se puede alegar que en todos los casos ha sido asimilada, ni que su aplicación ha sido la más apropiada como para soñar con la trasformación humana y social que nos reclama el evangelio. En su conjunto, los evangélicos latinoamericanos, incluidas sus grandes organizaciones de servicio, aún no logramos ser una fuerza relevante que influya y propicie grandes cambios sociales. La incidencia pública es muy modesta y la función profética muy tímida.

 

          Lo que sí es cierto es que existen más escuelas administradas por iglesias, más centros médicos alrededor de los templos, más programas de acompañamiento a personas con diferentes adicciones, y numerosos ¾quizá demasiados¾ candidatos evangélicos que aspiran a los puestos públicos. Hay que aceptar que algunas iglesias hacen todo esto y mucho más, como parte de una nueva estrategia proselitista, o con el objetivo de obtener algunas cuotas de poder económico y político. Existe el riesgo, también es cierto, que el conservadurismo evangélico se apropie del discurso de la misión integral y asuma a su manera la relación entre evangelización y acción social.

 

          La existencia de nuevos proyectos sociales y la improvisada participación política, por sí solas, no son pruebas fehacientes de que se han alcanzado todas las aspiraciones de la misión integral. Sus pretensiones, por lo menos las representadas por la Fraternidad Teológica Latinoamericana, los CLADE[3] o la Red Miqueas, siempre han estado más allá del activismo ingenuo o del asistencialismo interesado.

 

          De modo que, así, entre frustraciones y esperanzas la misión integral sigue su paso. Le resta mucho de vida. Sus años no han sido muchos y está en la plenitud de su energía. Ella no es, o no quisiéramos que fuera, una moda pasajera ni una muchacha de fiesta breve. Su presencia es un dato propio del nuevo mapa evangélico de la región. Se trata, entonces, de valorar sus logros, dejar ver sus peligros y reforzar sus posibilidades en aras de iglesias trasformadas que sirvan como fermento de transformación y cambio. Con ese ánimo se presentan a continuación algunas observaciones.

 

          La primera hace referencia al aspecto teológico de la misión integral. Hace falta profundizar la base bíblica y el fundamento filosófico del compromiso social evangélico. Muchas de las acciones sociales emprendidas por las iglesias carecen de solidez teológica. Les sobra entusiasmo, pero les falta marco conceptual. ¡Y este no es un mero adorno! Esa base es la que determina el curso que toman las acciones, orienta el impacto que se desea producir, alienta la espiritualidad de los participantes y da sentido a la misión. Sin teología, el quehacer misionero queda expuesto a rumbos inciertos. La participación política evangélica de los últimos años, por citar solo un ejemplo, da suficientes pruebas de ello.

 

          Hay varios temas teológicos incipientes o inconclusos en el protestantismo popular evangélico, entre ellos: el Reino de Dios y su relación con la misiónología; el señorío de Jesús y su relación con la escatología; la doctrina de la Creación y su relación con la sotereología; la naturaleza alternativa de la comunidad de creyentes y su relación con la diaconía. Temas de más trajinados por la academia teológica, pero ausentes de los programas educativos locales. Se trata, entonces, por una parte, de propiciar nuevos escenarios para la reflexión teológica comunitaria, de raigambre popular y con metodologías que faciliten la reflexión sobre la acción. Por otra parte, buscar mediaciones pedagógicas para que las comunidades de fe accedan a la producción teológica que brota de los centros de la academia evangélica e interactúen dinámicamente con ella. Hoy, como siempre, la teología debe ser vista, no como un lujo propio de intelectuales, sino como el quehacer urgente, cotidiano y necesario de todo el pueblo de Dios.

 

          La segunda observación tiene que ver con el aspecto administrativo de la misión integral. Por lo general el liderazgo evangélico no se caracteriza por el apropiado uso de las herramientas gerenciales para su labor ministerial. Hay casos en los que éstas son despreciadas, ya sea porque se consideran innecesarias, o porque se teme convertir la fe en una empresa (temor de por sí válido). Cuando se trata de organizar proyectos se apela a la improvisación y se actúa con demasiado desorden. Esto sucede aún en instituciones grandes con proyección internacional. Esta realidad se observa a lo largo y ancho del continente latinoamericano donde hay iglesias e instituciones administradas al azar de las ocurrencias del momento.

 

          Pero la misión integral, si se espera que sea efectiva y que produzca cambios duraderos en la vida de las comunidades, debe ser rigurosa y profesional en asuntos tan delicados como la ejecución de los presupuestos, la elaboración de los planes estratégicos, la coordinación del recurso humano, la presentación de los informes, la implementación de sistemas de fiscalización y auditorias, en fin, en todo lo que gira alrededor de la gestión de proyectos de servicio.

 

          Los avances en este aspecto están unidos, primero a la capacidad de las iglesias para valorar el recurso profesional de los miembros de la comunidad eclesial y no seguir insistiendo en responsabilizar exclusivamente a los pastores y teólogos de todas las instancias directivas de cuanto proyecto existe; y, segundo, al desarrollo de las capacidades administrativas en el liderazgo. En este último, juegan un papel muy valioso las instituciones de educación teológica y la colaboración de las organizaciones cristianas con experiencia en este campo. Esta profesionalización es una urgencia.

 

          Hay otros aspectos, además del teológico y del administrativo que, en esta ocasión, bastará con enunciarlos: el profético, por ejemplo, que consciente de la dinámica sistémica de la sociedad apunta hacia cambios estructurales más profundos. La misión integral, en este caso, necesita reforzar sus acciones políticas, afinar su crítica contracultural y examinar el resultado de sus proyectos en el marco más amplio de lo que acontece en su sociedad y en el mundo. La misión integral de las iglesias no puede quedarse al margen de la realidad socioeconómica de América Latina y El Caribe. Las diversas temáticas que surgen alrededor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, del Plan Puebla-Panamá, MERCOSUR, del Área de Libre Comercio de las Américas, por ejemplo, exigen una respuesta solidaria de las iglesias como promotoras de justicia y animadoras de la globalización “de la vida plena”.[4]

 

          Otro aspecto es el ecuménico, en su más amplio sentido. Ante el alarmante fraccionamiento de las iglesias y el declive de las grandes denominaciones que servían como núcleos de la vida eclesial organizada, se hace necesario construir nuevos modelos de unidad orientados a la diaconía social. De otra manera, las iglesias corren el riesgo ¾costoso por cierto¾ de multiplicar pequeños proyectos sin obtener profundos impactos, por el solo placer de sentirse protagonistas aislados del cambio social. No sobra agregar que el sentido de lo ecuménico incluye también la disposición para el diálogo interreligioso y la colaboración con la sociedad civil y con otros actores del acontecer social, religioso y político.

 

          En último lugar, aunque no el menos importante, es la espiritualidad. La misión integral ha suscitado una espiritualidad inscrita en el seguimiento de Jesús y proyectada en acciones concretas de amor al prójimo. Espiritualidad no ha faltado. Sin embargo, ha escaseado el acercamiento formal de su significado y de sus implicaciones para la vida y misión de la Iglesia. Falta ahondar sus bases bíblicas, el marco teológico y las orientaciones pastorales. Es necesario profundizar la espiritualidad “como marco dentro del cual las acciones cobren sentido”, para usar una expresión de Leonardo Boff.

 

          La espiritualidad, en general, es una asignatura pendiente para los evangélicos del continente, a quienes se nos transmitió la vida en el Espíritu como sinónimo de intimidad individual con Dios y como cultivo de una vida piadosa, pero sin mucha o ninguna conexión con los compromisos a favor de la paz, la justicia y la solidaridad.

 

          Hasta aquí las observaciones. A esta joven madura en la plenitud de su cuarta década mucho le debemos los evangélicos latinoamericanos. Nos dio equilibrio, maduró nuestra fe y nos invitó a salir de las iglesias y encontrarnos con Cristo en el rostro de los necesitados. Nos corresponde mantenerle su vigor y reavivarle su ánimo. Nos urge pedir, como en la oración franciscana, que conserve su locura sin que le importe el paso de los años: “Que Dios la bendiga con suficiente locura, para que sigamos creyendo que podemos hacer una diferencia en este mundo, para que podamos hacer lo que otros proclaman que es imposible”.

 


© Fraternidad Teológica Latinoamericana www.fratela.org

Revista electrónica Espacio de Diálogo, (Fraternidad Teológica Latinoamericana)

núm. 2, abril del 2005, www.cenpromex.org.mx/revista_ftl  


NOTAS



* El presente artículo tiene como base la presentación que hizo el autor en el Foro de Seminarios y Comisión Teológica Latinoamericana, convocado por el Consejo Latinoamericano de Iglesia y Visión Mundial Internacional. México D.F., del 8 al 11 de marzo de 2005.

** Colombiano, ex-rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Cali, Colombia. Trabaja con Visión Mundial Internacional en San José, Costa Rica, y es autor de Hacia una espiritualidad evangélica comprometida, Buenos Aires, Fraternidad Teológica Latinoamericana / Kairós Ediciones, 2002.

[1] C. René Padilla, Hacia una definición de la misión integral, Lima, Documentos del Congreso Nacional “Misión de la iglesia en el Perú”, organizado por el Concilio Nacional de Iglesias Evangélicas del Perú (CONEP) y la FTL, marzo de 2002.

[2] C. René Padilla, Una eclesiología para la misión integral, en René Padilla y Yamamori Tetsunao (eds.), La iglesia local como agente de transformación, Buenos Aires, Editorial Kairós, 2003, p. 13.

[3] CLADE: Congreso Latinoamericano de Evangelización. Se han celebrado cuatro: CLADE I, en Bogotá, Colombia, 1969; CLADE II, en Huampaní, Perú, 1980; CLADE III, en Quito, Ecuador, 1992; y CLADE IV, en Quito, Ecuador, 2000.

[4] “Globalizar la vida plena” es el título del documento publicado por la Consulta Latinoamericana sobre Fe, Economía y Sociedad. Buenos Aires, mayo del 2003.